El MRTA toma por asalto la embajada japonesa de Perú y mantiene como rehenes a decenas de personas. Para mostrar que sigue vivo, Sendero Luminoso asesina antes a un grupo de campesinos de la selva amazónica y después realiza un operativo de propaganda armada en la sierra en que denuncia al MRTA de ser cómplice de ricos y poderosos del Perú. Por no usar velos en la cara o por no respetar algunos de los preceptos de la sharia, los fundamentalistas islámicos de Argelia asesinan cerca de 50 mil personas en los últimos cinco años. En la ex Yugoslavia, medio millón de muertos en nombre de la autodeterminación los pueblos y la ``limpieza étnica''. Y en medio de tanto fervor en el exterminio, de tanto fanatismo exaltado ¿cómo asombrarse por la interminable guerra civil de Somalia o las matanzas de Ruanda, Burundi o Zaire?
El nuestro es el tiempo del florecimiento infernal de las verdades exclusivas. Debajo de la superficie cubierta de cadáveres --para mayor gloria de algún dios o de alguna causa que excluye alianzas o negociaciones pacíficas-- muchas otras formas de fanatismo light se despliegan en la indiferencia cotidiana. Y así asistimos ahora a la visita del cardenal Ruini a Cuba como muestra del acercamiento entre el Vaticano y el régimen de Castro. Y se nos olvida así que, aún en medio de sus grandes méritos, la Iglesia católica ha sido y sigue siendo un foco de intransigencia y fanatismo. Para lo cual sería suficiente indicar su actitud frente al sida o al aborto, frente a la castidad obligatoria de sus sacerdotes o frente a la homosexualidad. Para no mencionar la excomunión de los comunistas por decreto del Santo Oficio en 1949, o la vergonzosa lucha conducida durante décadas contra el divorcio.
Y ahora que Ruini se encuentra con Castro, saludamos este hecho como un acontecimiento positivo en la convivencia internacional. Y hacemos bien. Salvo olvidar que es este el encuentro entre la obcecación y el dogmatismo de un Fidel Castro que sigue prisionero de viejos fantasmas y el representante de una Iglesia que por siglos ha sido dos cosas a la vez: piedad e hipocresía, fraternidad e intransigencia.
Estos son los signos de nuestro tiempo. Será banal, pero vale la pena recordarlo: la edad de la crisis del socialismo, del retroceso del Estado social, no es aún la edad de la democracia, y amenaza ser la del fanatismo. Es obviamente inútil buscar respuestas sencillas a la complejidad de los problemas actuales. No existe clave única para abrir, aunque sea sólo idealmente, todas las puertas. Sin embargo, habrá que reconocer algunas señales. El malestar de la modernidad es una de ellas: una alteración profunda de condiciones de vida y de seguridad colectivas que activa nuevas tensiones --nacionales e internacionales. La secularización, uno de los signos centrales de la modernidad, no podía quedar intacta. La espiritualidad, el deseo de consuelo místico y el fanatismo crecen inevitablemente en periodos de alteración profunda de estilos y formas de vida. Fue así en la baja Edad Media, mientras el capitalismo se asomaba en el horizonte; es así ahora, en un nuevo ciclo de grandes cambios.
Frente al resurgimiento de tantas verdades excluyentes que amenazan minar los cimientos de la convivencia, habrá que reconocer la debilidad de las respuestas democráticas, en occidente y en oriente, al sur y al norte. Las reglas formales de la democracia son un requisito esencial e ineludible, pero la decencia impondría que estas reglas no fueran usadas como pantalla para esconder la falta de ideas y propuestas acerca de cómo hacer de la democracia un proceso de inclusión, y no de exclusión social.
Mientras en la cultura o en la política no sepamos dar respuestas adecuadas a este reto, el asombro frente a las nuevas formas de barbarie no será moralmente aceptable. Aún en medio de hipocresías y mojigaterías santurronas, la democracia sigue siendo el mayor y el más radical de los retos.