El presidente ecuatoriano, Abdalá Bucaram, líder populista del puerto de Guayaquil, acaba de tomar medidas sumamente impopulares en la línea recomendada calurosamente por su asesor, el ex zar de la economía argentina Domingo Cavallo. Por decreto, para evitar la discusión en el Parlamento, donde una primera versión del plan destinado a eliminar el déficit fiscal no había sido aprobado, el presidente decidió una serie de importantes aumentos en las tarifas de los servicios públicos. La reacción popular, salvo en su ciudad natal y feudo político, no se hizo esperar y los incrementos movilizaron en su contra tanto a los estudiantes como a los trabajadores, lo cual elevó la tensión política.
El golpe a la economía popular es, en efecto, muy duro. Al mismo tiempo, el gobierno suspendió las subvenciones al transporte y aumentó los impuestos al consumo, elevando, además, las tarifas telefónicas y eléctricas a más del doble mientras congelaba los salarios y se limitaba a incrementar ligeramente las bonificaciones.
El argumento gubernamental para justificar este duro golpe a los ingresos de las mayorías es muy simple: hay que reducir el déficit fiscal para poder seguir el ejemplo argentino y aplicar un plan de convertibilidad de la moneda (el sucre) que la ponga al nivel del dólar. También como en el caso del primer mandatario argentino, Carlos S. Menem, la búsqueda de una solución macroeconómica prescinde de toda consideración política y social, e incluso de las promesas preelectorales de mejoramiento del nivel de vida que le dieron el triunfo al presidente Bucaram.
Si éste pasa por sobre el Parlamento y, al mismo tiempo, enfrenta las movilizaciones y una posible huelga general nacional de los maestros, universitarios, estudiantes secundarios, empleados públicos y trabajadores industriales y del ramo energético, se lanzará por una vía aún más difícil que la de su colega y modelo argentino, cuyo país tiene mayor desarrollo económico, más reservas y que contaba inicialmente con un mayor apoyo político, y tenderá a imitar también a su vecino peruano, Alberto Fujimori, quien disolvió el Parlamento y enfrentó la oposición popular con el ejército.
Es notable, en efecto, que entre las estrategias para suprimir el déficit del Estado sólo figuren restricciones al consumo popular y no se encaren ni medidas contra los consumos de lujo ni, mucho menos, reducciones en el elevado porcentaje del presupuesto destinado a los gastos militares (que se justifican, tanto en Quito como en Lima, con el argumento de la tensión fronteriza ecuatoriano-peruana). La economía aparece así como un Moloch que recoge sus víctimas sólo entre el pueblo y en nombre de cuya salud hay que sacrificar la propia y el bienestar social de las familias. Eso hace correr el riesgo de una rebelión contra un dios tan cruel y exigente, sobre todo porque el pueblo ecuatoriano, comenzando por sus indígenas y sus organizaciones sociales, tiene tradiciones que no se pueden desafiar tan bruscamente y con medidas tan drásticas como las que sugieren los asesores extranjeros