Al inicio del año, cuando pensamos que se van a ejercer los presupuestos, volteamos alrededor y pensamos en las urgencias de cada ramo del quehacer. A diferencia de muchos científicos, que siempre están hablando del Conacyt y el SIN y esas cosas que les atañen tan de cerca, los teatristas, cuando hacen declaraciones, hablan desde el punto de vista de su trabajo artístico, lo que, si dice muy bien de ellos, los deja en cierta indefensión ante su entorno; no escuchamos quejas públicas acerca del estado de camerinos, de precariedades de luces y de todo tipo, como goteras enormes, más bien chorros, que en época de lluvias caen incluso en el patio de butacas. Sin exagerar: esto se vio en el estreno de Los perdedores, de Vicente Leñero, en el Galeón, al grado de que fue necesario poner cubetas como en casa de pobre, lo que no impidió que salpicara algo a muy altos funcionarios que, seguramente, pensaron que sólo se debe hacer teatro en época de secas, a juzgar por la nula reacción ante tan evidente deterioro de uno de los teatros de la muy imprescindible Unidad Artística del Bosque.
Si los teatristas se obligan a hacer buena cara ante tan mal tiempo, los que nos ocupamos del quehacer teatral debemos poner la mala cara por ellos. Y los adultos mayores (como ahora se estila llamarnos a los viejos) pensamos en la historia de esos edificios teatrales, alguna vez --cuando se inauguraron, junto al Auditorio Nacional en el sexenio ruizcortinista-- orgullo cultural del entonces Departamento del Distrito Federal, al que pertenecían. Pasaron los sexenios y la inconformidad, siempre creciente de la gente de teatro porque se adjudicaban a un cerrado y pequeño grupo, se manifestó gallardamente en la época de Luis Echeverría. Encabezados por la extrañada Nancy Cárdenas, los teatristas se unieron en un movimiento al que llamaron Teatro Independiente. Reclamaron, y obtuvieron, los teatros de la Unidad en autogestión, mediante un consejo honorario --me da mucho gusto recordar mi pertenencia a él-- que era elegido en asamblea y en el que se contemplaban las diferentes ramas del hacer teatral.
Los teatros pasaron en custodia al INBA. Y había problemas. El que entonces se llamaba del Bosque, hoy Julio Castillo, y el Orientación estaban en obras remodeladoras. El Galeón era un curioso hechizo debido a Abraham Oceransky y a su grupo, que acampaba hippiescamente en él, y que fue destinado por nosotros a los grupos más jóvenes. Con lo que sólo contábamos con el Granero. Y siguieron los problemas. La Escuela de Arte Teatral reclamó al Orientación, de muy ilustre trayectoria profesional con el Teatro Estudio que encabezaron Rafael López Miarnau y Emma Teresa Armendáriz, para hacer escenificaciones, aunque largo tiempo --tras de que le fue concedida-- sirvió como bodega. El movimiento se fue disolviendo y el Bosque, como los otros, pasó a manos del INBA. Tiempo después, el Galeón sería remodelado para servir al Centro Experimental de Teatro, comandado por Luis de Tavira, el cual, a pesar de sus logros --y no fue el menor constituirse como la única compañía de repertorio en el país-- fue disuelto.
Al expandirse el Auditorio para ser ``desincorporado'', toda clase de rumores alarmantes circularon y se hicieron todavía más intensos cuando fue construido el Centro Nacional de las Artes. Por fortuna, los rumores no pasaron de ser eso, rumores, y los teatros de la Unidad Cultural no fueron ``desincorporados''. Pero fueron abandonados a su suerte, faltos, o casi, de mantenimiento a pesar de que en ellos se presentan algunas de las obras más importantes en nuestro país. El caso del Orientación es extraño; casi desmantelado en la actualidad --a pesar de que bien equipado podría ser otra vez un excelente teatrito de cámara-- es disputado por la Escuela de Arte Teatral, que no quiere cederlo a pesar de que lo tiene en desuso y de que cuenta con dos de los teatros mejor equipados de México en el Centro Nacional de las Artes, para ensayos y representaciones de sus estudiantes.
No se entiende que estos buenos edificios teatrales, de ya rica historia para nosotros, no tengan el mantenimiento que se merecen. Funcionan porque el medio teatral los siente como suyos --que lo son, y de todos nosotros en cuanto a bienes de la Nación-- y porque son algo con lo que se cuenta, así cuesten grandes esfuerzos todos los montajes. Pero deberían funcionar en óptimas condiciones para los hacedores de los espectáculos que en ellos se hacen y para el público que los presencia.
Esperemos que este justo reclamo, para el que hoy presto mi espacio, sea escuchado y se pueda hacer algo al respecto.