Rodolfo F. Peña
Los aliados enemigos
Desde hace tiempo se viene hablando de una alianza entre los principales partidos políticos de oposición para derrocar al PRI y acelerar la llamada transición democrática. Esa idea, teñida a veces de fundamentalismo, ha tenido promotores diferentes, con autoridad moral y política diferente también. En algún momento pasó al PRD, varios de cuyos dirigentes han hecho de ella una cuestión de alta responsabilidad histórica, al punto de que acudieron con su propuesta a las oficinas del PAN, como en un acto de definición ante la posteridad.
Entre los promotores más recientes están los firmantes del documento Alianza por la República, para muchos de los cuales no tengo sino respeto, admiración y sentimientos de amistad. Pero no comparto su sentido de aterradora inminencia, traducido en frases subrayadas como El tiempo apremia y México está en riesgo. No es para tanto. La mayor parte de los riesgos de México son ya daños consumados, y los que quedan, ciertamente muy graves, no van a disiparse sólo con postrar electoralmente al PRI. Verdaderamente, las cosas son bastante más complejas.
Nuestro viejo sistema político, cuyo factótum es el PRI como dependencia electoral del gobierno, resulta equívoco y degenerativo hasta en sus expresiones autoritarias, de modo que ni siquiera es una dictadura perfecta, según se ha dicho a la ligera. No es casual que el PRI se haya mantenido en el poder durante tan largas décadas. Generado indirectamente en un sacudimiento social concentrador del poder, en su interior se dirimían los antagonismos, se equilibraban las fuerzas, se resolvían sus relaciones con la sociedad. Eso ya no sucede en la misma medida. Gobierno, partido y sociedad han perdido los principales factores comunes de cohesión, y no parece que puedan restaurarse.
Ahora los antagonismos políticos y las demandas sociales han salido, hasta cierto punto, de su vetusto recinto, y se expresan en la acera de enfrente. Pero el PRI sigue en pie, sostenido en el exterior, en tanto que gobierno, por todos los puntales de la reestructuración mundial, y en el interior por un vasto sistema de complicidades integrado no sólo por políticos y funcionarios, sino por toda clase de caciques urbanos, laborales e indígenas, que operan en el entramado social y se benefician del famoso rezago histórico. Esto tiene un peso en las urnas y en la vida del país del que no es posible librarse con la sola división de poderes.
En teoría, el PAN y el PRD ciertamente podrían encontrar intereses afines que los condujeran a una acción convergente, de orden puramente electoral, contra el adversario común. Pero aquí la pregunta importante, a mi juicio, es si realmente el PRI es un adversario del PAN más allá de las formalidades partidistas y del intercambio ritual de descalificaciones y hasta insultos. En todo caso, han demostrado que pueden convivir y fortalecerse mutuamente porque coinciden en el programa básico y en su percepción de los fenómenos mundiales. Puestos a buscar puntos de convergencia, los más decisivos se hallarían entre estos dos partidos. Convencido de que el tiempo trabaja a su favor, el PAN no tiene prisa en acabar con el PRI (en el supuesto de que quiera hacerlo, porque no desdeña el juego de la alternancia bipartidista) y asume confiadamente su identidad, su perfil propio. Por eso rechaza la alianza socarronamente.
Con el PRD, el PAN transitaría inevitablemente de la coalición a la colisión en cuanto se tratara de actuar. Por encima de su heterogeneidad, al joven partido del sol azteca lo distingue su voluntad de actualizar y proyectar las ideas cardenistas, esas ideas contra las cuales surgió el PAN y que combatió denodadamente sin mucha eficacia, hasta que el propio PRI vino en su auxilio. En el PRD, hasta donde entiendo, se plantea una nueva política económica, agraria y agrícola, laboral, educativa, de salud y seguridad social... El PAN quiere, a lo sumo, revestir de moralina la política actual y, desde luego, ser su ejecutor. ¿Dónde están las convergencias programáticas para una alianza? Lo que está viéndose, finalmente, es un pragmatismo que resulta ya excesivo y que no puede desplegarse sin un costo político.