Letra S, 9 de enero de 1997
Confío en mi desconfianza. Soy devoto de la duda e irrefrenable
escéptico. Tales desvirtudes, no son gratuitas ni añoranzas de tiempos
mejores. Las adquiere cualquier ser humano, precisamente por ser
humano. Basta contemplar y contemplarse. Léanse los cajones que quedan
por cerrar antes que el tercer milenio nos alcance: la inacción ante
el Zaire de hoy es equivalente al mutismo frente al Hitler de ayer, la
intolerancia y el aplastamiento de los indios en Chiapas posee la
misma cara, idéntico dolor y peor hedor que lo sucedido hace 500 años,
y la historia de las masacres yugoslavas en esta década, en nada
difiere del infierno armenio a principios de siglo. La única
similitud, el eslabón entre suceso y suceso, el nexo y la no distancia
entre Africa, Europa y América es uno: el ser humano.
Interrumpo el enlistado, con un larguísimo etcétera y con la memoria fresca del Godot de Samuel Beckett. ¿Quién escribió Esperando a Godot? La respuesta pronta, a vuelapluma, es Beckett. La contestación lenta, el análisis silente de la desmemoria, o el estudio de las heridas frescas, siempre abiertas, siempre humanas, es otro; el irlandés, tan sólo recogió las letras y las angustias de nuestra especie, por obligación y por tener la pluma encendida, así como para evitar la vergüenza de ser cómplice cuando el mutismo prevalece. Beckett recopiló en su escritura la espera, el pasmo y la esperanza del individuo que aguarda y que existe porque confía. ¿Qué espera? Nada. O todo. La certidumbre para quien aguarda, y la cotidianidad para quien se ha acostumbrado a la espera, es infinita. Tan larga como el reloj que no deja de latir mientras espera el amanecer del día y del homo sapiens. Y tan cotidiana, como el individuo que aguarda al otro humano, al que le permita resarcir su condición de ser.
El tiempo de la desigualdad
Las manecillas del síndrome de inmuno deficiencia adquirida (sida) siguen girando, sin fin, ilimitadamente. Enferman cada día entre 7 mil 500 y 10 mil seres humanos y mueren los que mueren. Con las muertes a destiempo, los números y las estadísticas carecen de importancia: fenecen los que fenecen es un número exacto, inmune a los cálculos de la estadística y a las éticas dudosas. Familiares y amigos de pacientes con sida lo saben mejor: un fallecimiento son muchos fallecimientos. El estigma, el menosprecio, las políticas equivocadas de muchos sistemas de salud, así como los sinsabores del sida, producen, en un sólo individuo, varios decesos y no menos heridas: la del enfermo, la de la familia, la de la esperanza. Quienes sobreviven, portarán siempre una cicatriz, que aun cuando no se ve, duele más. Ese es el corazón del sida y la cara de nuestra especie: la intolerancia como norma y la incomprensión como fracaso. Su contagio, es más raudo y peligroso que el propio virus de la inmunodeficiencia humana. La historia de la pandemia confirma la idea anterior. Pesan más, las marcas humanas, que los destrozos virales.
Antes, cuando emergió la enfermedad, la mayoría de las víctimas eran residentes del Primer Mundo. La supremacía y la conciencia del poder no debían ser ni vilipendiadas ni estrujadas: por eso, los países civilizados agotaron las vías para deslindar responsabilidades. Sensu strictum, acorde con la filosofía del poder y la malhabida idea de raza, había, con urgencia, que exonerar a quien más tiene y enlistar a ``los otros''. Así, han desfilado haitianos, drogadictos, africanos, homosexuales y en Estados Unidos, latinos y otras minorías, ya sean residentes o trabajadores migratorios. A quince años de haberse descrito el primer caso, los sinsabores de la pobreza, tanto económica como moral, han pintado el mapa mundi de otros colores: mientras que la pandemia flaquea en Estados Unidos y Europa, los casos de sida en el Tercer Mundo aumentan día a día.
Llegado el Tercer Milenio, las enfermedades siguen siendo uno de los mejores índices para sopesar la marcha de las políticas económicas. Hay males de ricos y de pobres, y hay quien muere por desnutrición excesiva o quien fenece por obesidad extrema. Mientras que en el mundo pobre las infecciones siguen defenestrando a la población, la óptica distorsionada y complaciente de las políticas hostigadoras del Primer Mundo, unidas a los incomprensibles disfraces de la ética y la religión en nuestro medio, han logrado su cometido: poner a salvo a la mayoría de los habitantes de los países ricos, excluyendo, por supuesto, a las minorías.
¿Cuántos mueren por el sida? Dicen los números que 5 millones han fallecido y que 25 millones se encuentran infectados. En el contexto de este padecimiento, y sobre todo, en el diagnóstico del sida tercermundista, la infección tiene un sentido doble: el del virus y el de la amoralidad. El peso del virus no es menor que la carga de las éticas amorfas: son complementarios, indisolubles. ¿Cómo ``culpar'' sólo al virus, cuando hay grupos religiosos cuya filosofía considera que usar el condón es atentar contra todos los cielos? ¿Cómo separar la muerte celular de la muerte social propiciada por la amnesia de múltiples secretarías de salud en el Tercer Mundo? Y finalmente pregunto, quién daña más, ¿el virus o los grupos ultraradicales que consideran, atrincherados bajo su moral elitista, que las campañas preventivas o el sexo seguro son peor que el mismo demonio?
El tiempo del silencio
Siguen las manecillas rodando y siguen los seres enfermando. El tiempo, para quienes mueren, ya sea el afectado, familiares o amigos, es más lento. Insisto, el sida no mata como el cáncer o la diabetes mellitus: produce muertes sociales. El incremento en las tasas de suicidio y las discusiones sobre eutanasia y sida, son muestra de la tesitura social del mal de marras. Es por eso que las carátulas de los tiempos del sida se han empañado: el sufrimiento asociado a la enfermedad es inconmensurable. Y los tiempos del dolor y del sida, son nuestros tiempos.
Contextualizar al sida dentro del escepticismo es tarea fácil. El larguísimo siglo XX ha visto emerger más de una enfermedad. El conocimiento médico, envuelto paradójicamente entre la magia de la biología molecular y la persistencia de las enfermedades de la pobreza, ha descrito patologías hasta en los últimos rincones de la célula. Los epidemiólogos redescubrieron el cólera, la tuberculosis y una nueva enfermedad transmitida por garrapatas. A su vez, los inmunólogos se han adentrado en las alteraciones de los sistemas de defensa y nuevas vacunas están a disposición de la humanidad. Ni qué decir de la avasalladora tecnología que destapa arterias y salva vidas in útero. El enlistado es largo y corre paralelo a los avances de la ciencia, del saber. En ese tipo de males, nuestra especie ha conquistado el éxito.
Sin embargo, ni la plaga, ni la tuberculosis, a pesar de su naturaleza infecciosa y sus implicaciones sociales, han horadado tan profundamente la conciencia como el sida. La (pseudo)lógica de tal suceso reta la razón: en la mayoría de esos males, el individuo carece de culpa. En cambio, en torno al sida, el delito es cimental: los modos de vida son tierra fértil para el virus. El pecado en el universo del sida revive a Proteo: se denomina pobreza, incultura, homosexualidad. En cambio, el poder embozado en los dedos satanizadores de gobierno y religión parece autoeximirse: la culpa es de los enfermos, de sus hábitos. Ante tal sinrazón, nunca serán suficientes las voces que exijan medicamentos y atención adecuada para los afectados, así como urgente la necesidad de contar con campañas preventivas y educativas. Entre las mutaciones de Proteo y la ausencia de voz quedan los destrozos del sida.
El tiempo de los desafíos
Calcular en medicina es tarea compleja. Las previsiones pueden ser erradas, ya sea por la naturaleza inexacta de las enfermedades, por el conocimiento médico siempre incompleto o por las connotaciones sociales y morales de muchos males. Sin embargo, me adhiero, reinvento o quizás plagio lo que muchos expertos en medicina presuponen: en este siglo, y probablemente en el venidero, el sida, es y será, el mayor reto para la salud y para la sociedad. Seguir evadiendo la realidad, despreciando los números, masturbando la cotidianidad, o desdeñando el alcance de la pandemia, es una invitación segura al cadalso. Hablan los ejemplos: hay familias en el Tercer Mundo que gastan la tercera parte de sus ingresos anuales para costear el tratamiento mensual de un enfermo, o de su funeral, ciudades en Africa en donde una de cada tres mujeres embarazadas padece sida: asimismo, el silencio en escuela y casa en relación al sida, es alarmante: mientras que los jóvenes menores de 20 años observan en la televisión cada año, en promedio, 2 mil escenas relacionadas con actos sexuales y violencia, las campañas informativas sobre sida son raquíticas. Queda en cambio, una densa certidumbre emanada de los ejemplos anteriores: mientras menos se aporte para prevenir la enfermedad o medicar a quienes la padecen, el círculo del mal crecerá exponencialmente.
No hay duda que el sida ha engordado el escepticismo y la desconfianza en el ser humano. Para contrarestar los embates del mal, la moral y la política barata deben desaparecer. Desde mi perspectiva, en nuestro medio, las preguntas urgentes, críticas, provienen de las lecciones expuestas por el virus y la realidad. Quienes manejan el poder afrontan seis impostergables:
1. Fomentar campañas sobre educación sexual en escuelas.
2. Agotar los espacios para difundir las virtudes del condón.
3. Ante la imposibilidad de evitar el flujo de trabajadores migratorios hacia los Estados Unidos, deben incrementarse, en todas las regiones exportadoras de connacionales, las vías para hablar de sida.
4. Sería prudente adelantarnos al problema de la transmisión del sida por uso de agujas contaminadas --50 por ciento de los casos nuevos en Estados Unidos.
5. Contrarestar los efectos estigmatizadores y despectivos de los grupos reaccionarios en contra de homosexuales u otras comunidades.
6. Tratar a todo enfermo de sida para disminuir las posibilidades de contagio.
El sida de 1996 es distinto al de 1981. No ha cambiado el virus pero sí las poblaciones afectadas. No se ha modificado la agresividad de la enfermedad pero sí las perspectivas terapéuticas. No existe aún la vacuna que todos esperamos pero sí la posibilidad de prevenir la infección. Es decir, el mal y el virus siguen siendo los mismos. En cambio, la enfermedad ha expuesto las muchas caras del poder y las inmensas diferencias entre tener y no tener, entre la moral amoral y las muertes inútiles, atemporales. El sida se ha convertido en compañero inseparable de nuestra cotidianidad, de nuestra especie. La pregunta, la última pregunta, o la discusión nunca suficiente, consiste en intentar vislumbrar el fin de la historia: la maquinaria viral contra el conocimiento y la dignidad humana. De ahí, y a partir de los desasosiegos producidos por la enfermedad, debemos encontrar las sendas para reconstruir una verdadera moral.
No son los tiempos del sida otros tiempos, ni ajenas sus historias. El sida demarca otra vez, al detener las manecillas del tiempo, el desencuentro tan tristemente milenario como presente, entre éticas deformes y condición humana.
Médico.
Texto leído en la presentación del suplemento del periódico La Jornada, LETRA S, el pasado 15 de noviembre.