Letra S, 9 de enero de 1997
Afuera está la parte quejosa esperando hablar conmigo. Que se aguante, digo, mientras me dispongo a redactar estas líneas. Son las tres de la mañana y hace frío.
El Ritonavir, otro de los inhibidores de proteasa que me han recetado, me causa adormecimiento hasta de los pelos; las náuseas son incontrolables. No veo con claridad y se me confunden ciertas facultades racionales. O sea que se me cuatrapea todo. Quise sentarme frente a la Mac así, todo fregado, para no despertar a la gorda y darme tiempo mientras este malestar pasa.
El asco tan grande y lo borroso de la vista me obligan por momentos a detenerme y quedarme en el limbo. Pero digo. Porque he decidido dejar por el momento a la parte quejosa de mi cuerpo y manifestarles que estoy vivo. Que amo y me aman. Que ya separé el juguete de Navidad del Isaac. Que el Homero duerme en su perrera, que mis padres ya regresaron de Indiana y el mundo es tan dulce y tan cruel.
A mi tía seropositiva ya le recetaron el Videx para su virus heterosexualizado, ruralizado, desatado. Bien por ella, bien por mí, que podemos acceder a esas parcas esperanzas. Esto me recuerda al doctor De la Fuente, a la doctora Patricia Uribe, ¿qué onda con ustedes? El primero me prometió escuchar y atender y solucionar muchas de las broncas de los que vivimos con este mal maldito. Me remitió con la directora del Conasida. A mi fax de cortesía contestó con uno de ``aguántame el corte'': no han respondido con algo que no sean algoritmos aterradores. Nada para las ONG.
No se cómo les haya ido a los del Frente Nacional y a su figura más conspicua: la mujer encapuchada, digna subcomandante de los apestados. ¿Será posible que no soñemos siquiera con parecernos a Brasil, donde por Ley se atiende a todos los seropositivos?, ¿delegaremos a las próximas generaciones la cobranza de esta factura que la autocracia mexicana nos debe al desatender cínicamente la prevención a tiempo? ¡Al diablo con la Iglesia, que no tiene tiempo para acompañarnos, ocupada como está en contar las limosnas de los fieles y pesarosos mexicanos!
Divago, lo reconozco. Es parte de lo efectos colaterales del Norvir en asquerosa combinación con Azitrocín y quesadillas mal digeridas. Pero no importa, porque finalmente lo loco de mi país me permite hacer el ridículo en cadena nacional. Algo que se me pasaba: el 1 de diciembre se desató un pequeño escándalo en Monterrey. Resulta que un diario muy importante puso a sus reporteros y redactores a preparar una sección especial por el Día Mundial del Sida. Resulta que quedó bien padre, súper, como dijera Bart Simpson. Resulta que aquel trabajo harto profesional y de primer nivel causó preocupaciones de alto voltaje al altísimo dueño del diario. Resulta que las fotos que gratuitamente cedieron los del Taller Documentación Visual podían llegar a ofender la delicadísima piel de las nueve familias terratenientes de una ciudad de 3 millones. Resulta que un señor de apodo ``Quico'', y director de la susodicha empresa, personalmente se dio a la naca tarea de sacar los bellos suplementos de la edición dominical. Resulta que, señoras y señores, al infierno con la ética. Y yo mejor ya me voy.
12:20 a.m. Presa de gran agitación, sacudiendo la cabeza, empieza a exclamar.
--Mamá, adiós. Me voy. Adiós... Mamá adiós.
Su madre, sin poder contener las lágrimas, haciendo violencia a sus sentimientos más íntimos, responde:
--Adiós, hijo, que la Virgen te acompañe. Vete en paz.
Es un diálogo que se repite una y otra vez, haciendo que nos quebremos quienes lo hemos acompañado en esa larga agonía de más de un mes. Nada prepara para ese momento final, donde no sólo enfrentas la muerte de alguien que te es entrañable querido, sino HASTA el hecho de tu propia muerte.
En silencio, paso mi mano temblorosa por sus ojos. Estaba ciego. Esos ojos que tanta luz, color y vida habían atesorado, para plasmarlos en sus cuadros, ya no veían. Sus manos que tan diestramente manejaban los pinceles, se movían ahora con lentitud.
1:00 a.m. Un último y profundo adiós. Con la misma mano segura que tantas veces lo vi pintar o tallar la madera, se quita el oxígeno. Un intento de volvérselo a poner, es rechazado con el último resto de energía. Está otra vez sereno, esperando la muerte.
1:05 a.m. Su cara se desliza hacía un costado. Ha fallecido. Cuatro años de lucha contra el VIH han terminado. De sus vitales 26 años, no quedaba ya nada, devastados por una tuberculosis diseminada.
Ese cuerpo que había sido fuerte, y parecido hasta indoblegable, estaba reducido a los huesos. Desde hacía algunas semanas había perdido la capacidad de movilizarse solo, por el escaso peso. En los últimos días, hasta las sábanas le irritaban la piel.
Su agonía, la nuestra
Pero todos habíamos muerto un poco, aquella fría madrugada. La larga agonía de Enrique había sido la nuestra. Sin embargo, había fallecido como lo habíamos deseado. Entre los suyos, rodeado de cariño, y no solo, abandonado en un hospital.
Lo que pudimos hacer era darle comodidades y procurarle un poco de paz en el tránsito final. Una cama de hospital; oxígeno y colchón especial de agua; una alberca de plástico, de esas que usan los niños; para bañarlo, conseguirle pañales para que no tuviera que desplazarse, etcétera.
Pero existieron otras decisiones que aceptarlas fue más difícil. No podía tragar alimento. La primera medida fue colocarle una nasosonda. Sin embargo, a los cinco días pidió que se la quitaran, porque le irritaba y no soportaba que le dieran de comer por la nariz.
Eso podría significar acelerar la muerte. Todo nos gritaba a insistir, presionar, forzar. Optamos por el respeto a su actitud. Si el final iba a ser el mismo, lo importante era evitarle sufrimiento inútil. Sin embargo, se adquirió alimento líquido compuesto de leche en polvo de sabor, pero enriquecida con vitaminas, hierro, calcio y otros elementos más, Enrique decidiría cuándo y cómo lo tomaría.
Cada vez que solicitaba un poco de su leche, nuestra débil esperanza parecía renacer. Se producía una sensación de alegría. Poco a poco, me di cuenta que él había reparado en cómo nos animaba y, estoy seguro, que por eso lo hacía con más frecuencia de lo que deseaba.
Eso lo comprendí el día que falleció, que fue cuando más alimento solicitó. Sabía que el fin ahora estaba demasiado cercano y esta era su manera de levantarnos algo el espíritu, como para que estuviésemos preparados.
Días antes, nos consolaba y nosotros no nos dábamos cuenta que los papeles se habían invertido.
--Voy a pedirle a Diosito que me permita venir a verlos...
Cerca al final pidió conversar conmigo a solas. Haciendo gran esfuerzo para articular palabras, me transmitió lo que deseaba que hiciera con sus cosas y me dijo:
--Estoy listo...
Pero noté angustia y le replique:
--¿Qué te preocupa?
--Ustedes...-- fue su respuesta rápida.
Unos días antes había pedido un sacerdote, se había confesado y recibido la unción de los enfermos. Estaba preparado, pero su inquietud era por el dolor de quienes dejaba.
Por eso, tuvimos que tomar la decisión más dura: hacerle sentir que era libre y que se fuera cuando quisiese, que de algún modo estábamos resignados. A eso respondían las palabras de su madre, en el momento de su fallecimiento, que destrozada lo exhortaba a partir tranquilo.
Tratamos de evitar durante su agonía, hasta donde era humanamente posible, las escenas de dolor delante de él. Conversábamos de todo, conscientes de que a un enfermo terminal no le interesa sólo su propia muerte. Era un esfuerzo de aparentar normalidad que las más de las veces nos dejaba exhaustos.
Un aire frío murmurando por la milpa
Enrique había llegado de su pueblo San Elena, Hidalgo, a los 18 años con la ilusión de trabajar, estudiar y ser pintor. Lo consiguió en ocho años, desafiando al VIH que le minaba las fuerzas.
La gran ciudad deslumbró a este joven campesino. Alguna vez me comentó:
--Si alguien me hubiera dicho entonces que existía algo que se llamaba condón...
A los 21 años supo que tenía tuberculosis, como consecuencia que había desarrollado sida. Tardó muy poco en asimilar una situación que cambiaba radicalmente su vida y que le decía que el futuro ya no existía. Desde ese momento se decidió y aprendió a vivir con el tiempo en contra...
En medio de sus crisis con esa terquedad que lo caracterizaba, terminó la primaria y la secundaria, con las mejores notas. Cuando alguna vez le sugerí que estudiara preparatoria, me di cuenta que no se engañaba:
--¿Tú eres capaz de asegurarme que tengo tiempo?-- mi silencio fue una elocuente respuesta.
Entró a estudiar al taller del maestro Roque Palma, en Toluca, para realizar la pasión de su vida: pintar. Un día me dijo su maestro, que terminaría siendo uno de sus más grandes amigos, quién en ese momento ignoraba la gravedad de Enrique.
--Pinta como desesperado. Como si no tuviera tiempo.
Roque después lo ayudaría a quemar etapas, a cubrir con enseñanzas personales las inevitables ausencias de las aulas por sus continuas recaídas. Se involucró así en el proceso de formar un pintor con plazo para morir.
En agosto del año pasado terminó el taller. Ese sueño que tuvo un muchacho campirano al llegar al Distrito Federal estaba cumplido. Tal vez en ese momento dejó de luchar. El 20 de noviembre fallecía.
Pero quedan las obras de Enrique, llenas de color. Pintó la naturaleza --en las flores y el campo estaban sus raíces telúricas-- tratando de retener en sus cuadros esa vida que se le escapaba a borbotones. Pintados en medio de una terca apuesta contra la muerte, no existe en ellos nada sombrío o angustioso. Son limpios, serenos y transparentes.
Su último año y medio la pasó en Metepec, contemplando el Nevado de Toluca y sintiendo ese aire frío que descendía de la montaña, murmurando entre la milpa. No podía haber mejor entorno para él, que ese pueblo de artesanos que hace poesía con la alfarería. Allí soñó y murió Enrique, a la sombra multicolor del mítico Arbol de la Vida y bajo la luz de los soles de barro.
No había nada de paradójico en este contraste entre la vida y la inexorabilidad que Enrique conocía de su destino, porque el morir finalmente era para él un accidente sin importancia.