México está en verdad urgido de democracia. Hay un consenso ya firme en que los graves problemas del país obedecen, a final de cuentas, a nuestra anemia democrática. Y hay consenso en la necesidad de sumar una amplia constelación de fuerzas a fin de superar los obstáculos, todavía grandes, contra la democracia. Los disensos ya sólo parecen girar en torno al mejor camino para lograr esa suma de fuerzas, lo cual está decisivamente ligado a la localización de los obstáculos antidemocráticos.
Creativa y audaz es, a nuestro entender, la iniciativa de promover una alianza de fuerzas encabezada por los dos principales partidos de oposición, el PRD y el PAN, a efecto de que el PRI pierda su añeja capacidad de mayoriteo en el Congreso. Y enseguida --según se supone-- se abra paso a un equilibrio de los Poderes Federales, comenzando por un Congreso independiente. En su versión más ambiciosa, esto también abriría paso a la alternancia de partidos en el poder. Y en una concepción simple de la democracia, esta alternancia culminaría la democratización de México.
Parece claro que la conformación de un Congreso independiente de los abusos presidencialistas, es un ladrillo infaltable en la edificación de un México democrático. Y también parece claro que la vía más rápida para lograrlo es la suma de los votos a favor del PAN y del PRD.
Sin embargo, todas las cosas importantes son complejas y exigen largos esfuerzos. Por ello no se antojan deleznables las reacciones surgidas en contra de la alianza PRD-PAN. Acaso las más atendibles se centran en el oportunismo que, al desfigurar las identidades de ambos partidos, podría cobrar presencia en una alianza tal. Y una vez más, es igualmente atendible la réplica, en este caso de la dirigencia del PRD, que a diferencia de la del PAN es la que empuja sin mayores titubeos este esfuerzo unitario. Dicha replica se resume en que no se trata de olvidar los principios y las diferencias de cada partido, sino simplemente de sobreponer las coincidencias sobre todo en materia democrática; y, a partir de ahí, establecer un acuerdo temporal (táctico) para que, juntos, ambos partidos alcancen la mayoría en las elecciones de julio próximo.
Contrarréplica razonable: ¿cómo garantizar que los diputados de ambos partidos, una vez lograda la mayoría conjunta, en verdad legislen con un sentido democratizador y unitario? Nueva respuesta de la dirección perredista: acordando puntos básicos de una agenda legislativa común. Y al efecto ya han lanzado su propia propuesta (9/I/97), que abarca una gama de cuestiones positivas, pero en todo caso debatibles: desde una reforma que por fin garantice elecciones equitativas; un verdadero diálogo de paz ante los conflictos armados; el cabal respeto a derechos básicos; hasta la reorientación del gasto público en beneficio de las mayorías, la revisión del TLC y la renegociación de la deuda externa.
De esa forma se reducen los riesgos de oportunismo. De hecho se avanza hacia esa tarea central en todo esfuerzo unificador, que es la precisión de sus objetivos. Las objeciones o las tareas restantes irían más bien por otro lado, distinto al que todo lo reduce a elecciones y partidos, así como a su descalificación en bloque.
Tal vez aquí reside el aporte principal del grupo Alianza por la República. Integrado por personas con y sin partido, busca --deliberadamente o no-- tirar un puente entre las llamadas sociedad civil y sociedad política. Al mismo tiempo, sin embargo, no parece salirse por completo del esquema partidocrático ni superar un maniqueísmo inclusive caprichoso: ahora todos contra el PRI, encabezados por los otrora malos (o buenos) del PAN y del PRD.
Partidocracia y electorerismo pueden ser las pinzas modernas de esa trampa que, como la piedra de Sísifo, nos regresa un y otra vez al a-b-c de la unidad y la transición a la democracia. A nuestro juicio, lo más importante hoy es acabar de forjar un amplio consenso --no sólo de los partidos-- en torno al México que quiere la mayoría. Un consenso que, antes que alianzas frágiles, permita una concertación de ideales y de acciones, resumibles en las de edificar un México democrático.
Entonces sí podría precisarse quiénes se oponen y quiénes están dispuestos a cristalizarlo. Seguramente abundarían las sorpresas: dentro y fuera de todos los partidos (e inclusive del gobierno) aparecerían lo mismo promotores que saboteadores de un México democrático; lo mismo fuerzas en verdad unitarias que sectarias. Pero la sorpresa final, si lo es, sería sin duda grata: sólo una minoría, cuya composición incluye a cúpulas de tal o cual partido, es la que insiste en anteponer sus intereses a los de la nación.
Aclarado el contenido de una concertación --deveras urgente-- por un México democrático, la misma realidad se encargará de alinear a unos y a otros en el equipo de la democracia o en el del autoritarismo. La camiseta partidista, o no partidista, será lo de menos. Y los jugadores --legisladores o no-- que se dediquen a meter autogoles podrán ser identificados tan rápido como los adversarios. Pero su desprestigio, moral y político, será tal vez mayor.