MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La muñeca rota
En doce años no sucedió ningún cambio importante en esa calle. Larga, recta, llena de construcciones bajas, sus límites son la miscelánea El Real y en la otra esquina el templo.
A las puertas de la tienda, olorosa a jabón y cilantro, está siempre su propietaria. Invariable también es la presencia de la vendedora de ramilletes a la entrada de la iglesia. Sin proponérselo, sin saberlo quizá, las dos mujeres son las guardianas de la comunidad y las encargadas de señalar todo cambio. Ellas fueron las primeras en advertir la ausencia de Rosina.
Cuando Rosina nació, hace precisamente doce años, los vecinos visitaron la casa pintada de amarillo para felicitar a los padres y asomarse a la cuna donde la recién nacida, de tan quieta, parecía una muñeca. Como siempre ocurre, a la niña se le encontraron parecidos y se le obsequiaron chambritas y mamelucos una o dos tallas más grandes, ``porque los niños crecen rapidísimo''.
En Rosina se cumplió la ley de la naturaleza, sólo que con cierto desorden: su frente y sus brazos crecieron en exceso, mientras el mentón y las piernas tuvieron un desarrollo menor y lento; los ojos, brillantes y secos, se rasgaron hacia las sienes, en tanto que los labios, siempre húmedos, se mantuvieron indefinidos.
Las primeras en advertir el desorden en la anatomía de Rosina fueron la tendera y la florista. A partir de que murmuraron su descubrimiento se dio una serie de modificaciones en la rutina colectiva: los niños de la cuadra miraban sin recato hacia la casa amarilla; se volvió más demorado el trayecto de las amas de casa hacia la escuela o el super porque en el camino se detenían varias veces para preguntarse y contestarse las mismas cosas: ``¿Usted también lo notó''. ``No dije nada porque me dio pena''. ``Desde el día en que me tocó cambiarle su pañal a Rosinita pensé: esta criatura no está bien''.
Al mismo tiempo se registró otro cambio: una o dos veces por semana llegaba a la casa amarilla un taxi de sitio. Lo abordaban los padres con Rosina en brazos. ``De seguro van al doctor''. Los vecinos complementaron su deducción con un incesante intercambio de miradas. Se volvieron más intensas a partir de la noche en que el dueño de la casa amarilla salió a deshoras. La tarde siguiente sólo la madre y la niñita abordaron el taxi. Esos hechos que en otra parte habrían pasado inadvertidos, sacudieron la calle como un gran sismo. Su epicentro fue el veredicto de las guardianas: ``Se ve que él no soportó tener una niña enferma''. ``Para mí que ese hombre no vuelve''.
Durante varios días en la calle no se habló de otra cosa. El punto final de la historia la puso la madre de Rosina un domingo en que, con su hijita en brazos, salió a la calle. En su actitud firme y en la mirada retadora se adivinaba la intención de cauterizar públicamente sus dos grandes heridas: el abandono de su esposo y la enfermedad de Rosina.
La madre se dirigió primero a la iglesia. La florista la saludó y le regaló una rosa para la niña. Ese obsequio fue más que una muestra de generosidad: un recurso para no tener que decir los cumplidos con que se acostumbra halagar a las madres: ``Está preciosa''. ``¡Cómo ha crecido!''. ``Por lo inquieta se ve que está muy sana''.
Antes de volver a su casa, la madre visitó el estanquillo. Hizo una compra mínima en la que no incluyó, como lo había hecho siempre, ``los cigarros para José''. La comerciante interpretó la omisión y aludió indirectamente a su significado: ``Los hombres son así, pero no se angustie. Piense que Dios no la abandonará''. Luego le obsequió una paletita de miel para Rosina y así le manifestó su aceptación.
En la tarde se repitieron las escenas de todos los domingos: los niños sacaron sus bicicletas y se aburrieron en los quicios; por las ventanas abiertas salieron mezclados los olores a comida y las canciones de moda; los hombres levantaron los cofres de sus automóviles y agachados sobre las máquinas soñaron otra vez con la velocidad.
A las cinco, la madre con su Rosina en brazos recorrió varias veces la calle de un extremo a otro. Se dio tiempo para conversar con sus antiguas amigas. Estas al fin se decidieron a reconocer cierta gracia en la niña vestida con ropas muy ligeras. El acontecimiento, que aquel día llamó poderosamente la atención de los vecinos, siguió repitiéndose hasta convertirse en parte de una costumbre que hace algunas semanas volvió a romperse. El motivo: la ausencia de Rosina.
Tenían que notarlo después de once años de ver a la niña, acompañada de su madre, salir a la calle varias veces al día. Casi nunca han rebasado sus límites: en la iglesia la vendedora de ramilletes siempre obsequia una flor a Rosina. Así agradece las expresiones de afecto de la niña. Son tantas y tan bellas que la florista felicita a la madre por tener una hija tan dulce. ``Dios no se equivoca: le mandó esta criatura porque así nunca le faltará compañía''.
En El Real, la comerciante sigue obsequiándole a Rosina su paleta de miel y repitiéndole --despacio y separando las sílabas deliberadamente-- que le encantaría tenerla como ayudante. Lo dice de corazón, para corresponder a las sonrisas de la niña y también porque ha notado que le encanta ayudarla en tareas menudas mientras su madre hace el pedido. En diciembre volvió a incluir ``cigarros para José''. Su visita se prolongó unos cuantos días. Una mañana José desapareció sin dejar más huella de su presencia que una muñeca para Rosina.
Desde entonces la vendedora de ramilletes no elige una flor para obsequiársela a su amiguita. El mismo tiempo lleva la propietaria de El Real sin sacar del frasco una paleta de miel para ponerla entre los labios húmedos de Rosina: En cambio, quizá en contra de su voluntad, la madre no ha dejado de aparecer en la calle. Corriendo va a la iglesia. La florista se contraría por la ausencia de Rosina: la inquieta mucho, sobre todo desde que oyó gemir a la madre hincada ante la Dolorosa. En el estanquillo la mujer hace la compra rápido y esforzándose por sonreír cada vez que la comerciante le pregunta por la niña: ``No la saco porque está muy mal de la garganta''.
A las amigas con quienes se encuentra en la calle, la madre les da la misma respuesta. La ligereza de su tono, lejos de disimular su ansia por contener el llanto, la acentúa y con eso acrecienta las sospechas de sus conocidas: ``¿Qué le pasará a Rosina?'' Se lo preguntan sobre todo las que han ido a visitarla.
Encuentran a Rosina en su habitación de siempre, sólo que la niña no parece la misma: no les sonríe y apenas tratan de abrazarla retrocede. Las visitas fingen ignorar esos cambios y se despiden recomendándole que se cuide para que vuelva a salir. La niña no les contesta y se aferra con fuerza a la muñeca que su padre le obsequió. Se la puso entre las manos para recompensarla por la herida que ahondó entre sus piernas. El acto fue silencioso y brutal. Dejó en la niña una mancha de sangre y un dolor atrapado en el silencio.
Al cabo de los días se acentuó la quietud de Rosina. No habla, ni siquiera cuando su madre se acerca y le pregunta qué sucedió la tarde en que ella salió de compras y la dejó acompañada de su padre.
Desde entonces la niña no se aparta de su muñeca: a veces le murmura al oído frases incomprensibles salpicadas de horror y siempre termina poniéndole el dedo en la boquita roja para imponerle silencio.