He sometido a mis lectores a una larga serie de artículos --lo que habla mal, seguramente, de mis habilidades periodísticas-- que se iniciaron con el tema de la adolescencia como estado de terror individual, y culminaron dando algunos argumentos para mostrar que ese terror que nos ha transformado en una nación de adolescentes inseguros, sostenidos por otras tantas frágiles muletas, y en busca de las certezas que la nación ya no nos puede otorgar: el sicoanálisis, el esoterismo, el consumo imaginario y otras tantas variantes new age, al ancestral consuelo que nos ofrecía la Virgen de Guadalupe, cuya presencia hacía irrelevante aquello ``de lo que hubiéramos menester'' (como explícitamente está escrito bajo la imagen de la Basílica).
Ese terror, reproducido minuciosa, detallada, pornográficamente en la mayor parte de las emisiones de la nota roja televisiva, es una política conciente del Estado y quiero proceder, abusando de mis lectores, a dar algunos ejemplos.
1. Esa política estatal nos obliga a actuar según lo que cada cual buenamente concibe como su conducta individual, circunstancial, más racional posible, aun cuando dicha conducta sea, desde la óptica colectiva, la más irracional, la más peligrosa y la más ineficiente para alcanzar nuestras metas últimas.
El primer ejemplo tiene que ver con la política económica del Estado. El Estado mexicano --al igual que muchos otros de eso que se ha dado en llamar neoliberalismo-- ha optado por una política de abatimiento de la inflación, en lugar de una política encaminada a la creación de empleo.
Si el Estado hubiera generado los empleos que se requieren, haciendo que la inflación aumentara, habría tenido que enfrentar a una masa ocupada que, muy seguramente, se habría tenido que organizar --ante la inflación-- en torno a demandas de aumento de salarios, en contra de las políticas de apoyo a la increíblemente ineficiente banca desnacionalizada, en contra del terrorismo de la Secretaría de Hacienda, a favor de un control de precios funcional y, en última instancia, en abierta e inevitable oposición a las añejas estructuras de control político priísta.
Por el contrario, cuando el Estado opta por una política de desempleo sin inflación, logra generar una masa de trabajadores desempleados, aterrorizados ante las necesidades de la vida cotidiana --por más que la inflación no aumente--, que obedecen a los dictados de su razón individual y que buscan empleo a toda costa, enfrentando a otros en igual situación, como si fueran sus peores enemigos. Estos trabajadores desempleados están, ahora, dispuestos a ofrecer su fuerza de trabajo a cualquier precio y en cualesquiera condiciones. Es imposible pensar, por otra parte, en algo así como una ``Unión de desempleados'' que se manifestara, protestara o exigiera mejores condiciones de trabajo o, por lo menos, condiciones de trabajo, sin más. Nadie en su sano y capitalista juicio ofrecería trabajo a los miembros de tal ``Unión''.
Así, el Estado tiene que enfrentar a trabajadores desempleados, dispuestos a cualquier concesión, desorganizados e inorganizables que, en todo caso, dejan de ser un problema político para transformarse en un problema policiaco. El terror que estas masas --en condiciones de delicuescencia inminente-- provocan entre la población decente (es decir, la que se empinó en el momento adecuado para poder trabajar) nos ha llevado a pensar que lo que otrora habríamos concebido como medidas represivas intolerables son, hoy, acertadas decisiones del poder público.
2. Este proceso de serialización, en que las víctimas son los portadores más eficaces de los intereses del poder, tiene un antecedente muy peligroso.
Durante la segunda Guerra Mundial, los nazis exigían a los consejos judíos de los ghettos que reclutaran a jóvenes judíos, fuertes y capacitados, para que trabajaran en la industria de guerra. De no ser así, la amenaza era la deportación, la muerte y el exterminio. Trabajar de manera ejemplar, productiva y sin generar conflictos era --creían-- la mejor manera de garantizar la supervivencia de algunos afortunados judíos hasta que Hitler perdiera la guerra, guerra que los propios judíos --paradójicamente-- apoyaban con su trabajo.
Esa coyuntura es el núcleo en torno del cual gira la nefasta película de Spielberg La lista de Schindler: mientras más dóciles se comportaran los judíos, mientras más colaborasen con el esfuerzo bélico nacional-socialista, más posibilidades tendrían de sobrevivir hasta el final de la guerra. Naturalmente, los trabajadores de los Schindlers no caían en tentaciones tales como demandar aumento de salarios, prestaciones sociales o Seguro Social. Demandaban, por el contrario, que la condición de virtual esclavitud fuese universal y que todo judío pudiera tener un trabajo, aunque fuera indecente, por sus metas y por las condiciones en que se llevaba a cabo.
Todos sabemos, desgraciadamente, cuál fue el resultado: los judíos no se salvaron.
La lógica nazi, sin embargo, tiene la virtud de ser cristalina: ``Aterrorizarás a la población para que cada quien piense exclusivamente en sí mismo; esto debilitará toda forma de organización y garantizará tu permanencia en el poder, creando un consenso que reciba con beneplácito tus acciones represivas más ruines''.
Después de todo, al Estado le conviene que los ciudadanos no se sientan parte de nada, que solamente miren por sí mismos en el seno de ese medio indiferenciado y profundamente reaccionario (en el sentido más clásico, juarista de la palabra) que ahora se llama, pretenciosamente, sociedad civil, y que ha venido a suplantar al viejo esquema de una sociedad estructurada, con intereses colectivos y comunitarios, y que ha venido, en fin, a suplantar aquel viejo esquema de lo que solíamos llamar sociedad de clases.