La Jornada Semanal, 12 de enero de 1997
La arquitectura, quién lo duda, es materia y
espíritu. Lego como soy en la materia, no lo soy tanto en el
espíritu. Es por ello, y porque soy habitante de la
arquitectura en la misma medida en que habito la vida, que hoy me
atrevo a escribir unas líneas dedicadas a mi amigo y admirado
Teodoro González de León.
Conocí a Teodoro en París, en una gran fiesta organizada por nuestra querida Cristina Rubalcava. Pasamos una tarde de esas a las que con toda justicia y sin temor alguno a caer en la cursilería, puede llamárseles inolvidables. Teodoro, entre otras cosas, se dedicó a contarnos las trápalas y sinvrgüenzadas, algunas tan artificiosas como sus más refinadas orfebrerías, del gran artista italiano Benvenuto Cellini. Me di cuenta muy prontode que Teodoro, a quien ya admiraba por sus obras, era un un hombre con una cultura sólida como un muro de diamante, a través del cual se transparentaba una imaginación privilegiada.
En el curso de la plática esa imaginación desbordaba a veces su continente para elaborar, en el aire, prodigiosos castillos. Pero hay que poner de nuevo, siempre, los pies en la tierra, punto de partida de poemas horizontales como la Casa Cocoyoc o la Embajada de México en Brasilia, o de épicas verticales como el soberbio edificio del Fondo de Cultura Económica de la ciudad de México, proyectos que realizó Teodoro González de León con la colaboración de otros arquitectos, el principal de ellos Abraham Zabludovsky, su socio durante largos y fructíferos años.
Y poner los pies en la tierra significa resignarse a reconocer que el arquitecto,como todo lo que piensa, proyecta y construye, tiene que aceptar su servidumbre a una dualidad inseparable de raíces y alas. Las raíces suelen ser cuadradas en lo que tienen de entidades abstractas, pero multiformes cuando se trata de los vínculos que relacionan ųo que deben relacionarų a todo lo construido con el ámbito geográfico y la historia y tradiciones del lugar donde se eleva. Las alas pueden ser de todas las formas imaginables, y de todos los materiales: tezontle o mármol, concreto o acero, plástico, granito, madera, no importa cuál, ya que al más modesto de todos, el genio del arquitecto le otorga una alcurnia instantánea.
Pero estas alas están condenadas a no despegar, pese a que, por el hecho de elevarse desde el suelo, de levantarse, toda edificación arquitectónica merecería volar o al menos navegar, al garete, por las montañas y los valles. La Torre Eiffel debería, un día de cielo azul, pasar por la ciudad de México. La Ópera de Sidney, cruzar el Pacífico y anclar al pie de nuestros volcanes. Desde ciertos ángulos, el bello edificio de la Hewlett Packard que construyó Teodoro González de León en sociedad con J. Francisco Serrano, y que obtuvo el "Gran Permio de la Academia Internacional de Arquitectura" en la Trienal de Bulgaria, en 1994, se me antoja un navío cargado de sueños, en el cual podríamos zarpar, digamos, rumbo a planetas desconocidos. Después de todo, un automóvil, un trasatlántico, una nave espacial, son arquitecturas viajeras, ambulantes, peregrinas, que quizás algún día puedan llevarnos en un viaje de ida y vuelta a la eternidad. Si lo que en el argot del oficio se llama funcionalidad no fuera decisivo, podríamos imaginar un futuro con naves espaciales cuyo diseño estuviera inspirado en Domenico da Cortona, en Mies van der Rohe, en Félix Candela, en Wren, en Gaudí, en Bofill, en González de León.
Pero es precisamente la funcionalidad la que nos obliga a aterrizar. Aunque hay manifestaciones del arte, como la literatura, la pintura y la música, cuya utilidad es relativa, se les exige, de todos modos, un mínimo de funcionalidad. No funcionaría, por ejemplo, una sinfonía que durase horas sin interrupción. O una novela de veinte mil páginas. O una pintura de una hectárea ųa menos, claro, que la contempláramos desde lo alto, asunto al que le dedicaré más adelante unas palabras. En cambio, en la arquitectura la funcionalidad es su cimiento y razón de ser, y es la belleza la que debe someterse a sus exigencias, pues de lo contrario la construcción se vuelve inhabitable. Éste es el reto más grande al que se enfrenta un arquitecto que se precie de serlo. No conozco sino por fotografía muchas de las obras de Teodoro González de León, pero a cambio de ello, hay algunas ųaparte de aquellas de las que sólo he admirado el exteriorų que, por así decirlo, he habitado con deleite, como visitante, así haya sido por unas cuantas horas. O incluso por unos cuantos minutos, suficientes, sin embargo, para solazarse con sus generosos espacios y sus luminosos ámbitos: Teodoro González de León es uno de varios de los grandes arquitectos mexicanos que han sabido entender las necesidades de toda especie de construcción arquitectónica, así se trate de casas habitación, edificios de oficinas, complejos urbanos, parques, bibliotecas o universidades. Los ejemplos abundan: la Casa José Luis Cuevas, el Palacio de Justicia Federal y las Oficinas Centrales del Infonavit, el Parque Garrido Canabal en Villahermosa, la Universidad Pedagógica Nacional, el Colegio de México, el Conservatorio Nacional de Música en el Centro Nacional de las Artes. Edificaciones en las cuales, con frecuencia, se conjugan lo que Alejandro Rossi llamó "su sano e higiénico internacionalismo", con la sensualidad y "el ritmo musical" a los que se refería William J.R. Curtis en su estudio Arquitectura Moderna: Condiciones Mexicanas como características de la obra de González de León. Sin olvidar, desde luego, lo que el propio Curtis califica como "numerosas presencias ocultas de origen antiguo ųuna especie de mundo subliminal de ecos que desencadenan recuerdos de los ángulos y taludes de las pirámides de repisas serpentinas masivas".
Como sabemos, en el seno de una de sus más notables creaciones, el Museo Rufino Tamayo de la ciudad de México, construido también en sociedad con Abraham Zabludovsky, se inauguró hace unos días la exposición Ensamblajes y excavaciones, que contiene la obra de Teodoro González de León, 1968-1996. "Contiene", desde luego, es un decir, porque como el propio Teodoro señaló en una entrevista, la arquitectura no se puede llevar a los museos. Hay que ir a ella, hay que ir a los lugares donde se levantan los edificios, las casas, para verlos. Pero algo se puede hacer, en todo caso, además de mostrar fotografías. Recuerdo con especial agrado la enorme exposición de maquetas de los palacios del gran arquitecto Andrés Palladio, que se efectuó hace unas dos décadas en la Galería Hayward de Londres. Alguna vez, Teodoro y yo la comentamos con entusiasmo, ya que estaba formada por varias decenas de maravillosas, grandes, fidelísimas maquetas hechas de madera que le dieron oportunidad al público de apreciar de bulto, por así decirlo, la obra del genial italiano. Desde entonces comencé a soñar con una exposición itinerante de la arquitectura mexicana moderna, formada por un centenar de maquetas, que recorriera los principales museos del mundo. Que la maqueta sea una de las mejores formas de ilustrar la arquitectura es, desde luego, obvio, pero se hace pocas veces. En esta oportunidad, en el Museo Rufino Tamayo se presenta una veintena de bellísimas maquetas ųproductos artesanales de primera categoríaų de algunas de las obras más significativas de González de León. Las maquetas, como agregó Teodoro en la entrevista, le permiten al público apreciar la construcción en su conjunto y desde varios ángulos, cosa que es muy difícil, y a veces imposible, cuando se está frente a las verdaderas edificaciones.
Se decía, en otras épocas, que no importaba que nadie viera las maravillas que solían contener en su exterior las cúpulas o remates de algunos templos muy altos, ya que estaban allí puestas para que las vieran Dios y los ángeles. Como, me imagino, sucedió durante un tiempo con la hermosa cúpula del edificio Chrysler de Nueva York, antes de que estuviera rodeado de construcciones que lo superaron en altura. Desde el descubrimiento de la aviación, sin embargo, desde que se inventó el helicóptero, podemos ahora sí contemplar nosotros esos milagros arquitectónicos, y la idea de una pintura de una hectárea adquiere sentido. Pero como sabemos que las giras arquitectónicas en helicóptero estánreservadas para los millonarios, debemos conformarnos con las maquetas, que de cualquier manera nos permiten que veamos, con ojos angelicales, las soberbias, preciosas creaciones de Teodoro González de León.
La exposición del Museo Tamayo nos muestra otra rica faceta del talento de González de León: su obra plástica. La conozco, hasta ahora, gracias a las reproducciones del catálogo ų23 en totalų, pero en el momento en que estas páginas sean leídas, ya habré tenido el placer de visitar el Museo y de verla con mis propios ojos. Por lo pronto, y a partir de esas reproducciones, que por lo bien que lucen juraría que son fieles al colorido original, me atrevo sólo a señalar que, con influencias transparentes del cubismo en general y del gran pintor francés Fernand Léger en particular, González de León nos da a conocer una serie de espléndidos acrílicos sobre tela, o sobre madera y cartón, algunos de ellos ensamblajes en relieve, que hablan por sí solos de lo que en el prólogo al catálogo Miguel Cervantes llama el "pacientísimo rigor constructivo" de González de León y de lo que, en mi modesta opinión, constituye al parecer una imposibilidad de su parte a escapar de los volúmenes. Remito a los oyentes al magnífico ensayo que sobre la obra pictórica de Teodoro aparece en el mismo catálogo, y que escribió Jaime Moreno Villarreal.
Mi querido Teodoro González de León: me permito unirme a este homenaje tan merecido y, aunque en estos momento me encuentro lejos, en la tierra de Gaudí, te doy la bienvenida a esta bella ciudad de Guadalajara, con un abrazo, y con estas palabras.