La Jornada Semanal, 12 de enero de 1997
Jugaré con las casas de Curazao..." También
Martí lo había hecho un poco ("Eso es Curazao: una
caja de casas de juguete..."), preludiando el impresionismo
criollo que hará decir a Pellicer: "Por la tarde
vendrá Claude Monet/ a comer cosas azules y
eléctricas", con la electricidad del amarillo martiano
transmitido por hilo directo. Si de algo sirven las antologías
es de tarjetas de presentación. En mi adolescencia la de
Onís lo fue de tantos para siempre, y en especial de un
Pellicer que llegaba en un aeroplano del año de mi nacimiento a
la bahía de Río de Janeiro, con los colores puestos de
cabeza, sin que se derramaran en su inversa geometría. Lo
geométrico y lo colorista formaban triángulo con otra
cosa que no estaba en el Mariano Brull afín, aunque todo nonato
y blanco, de "Me voy a la mar de junio". Esa otra cosa fue
la que vio en seguida Onís, que entonces estaba de castellano
flechero como él solo, y dijo: "Su corazón
está en sus ojos", con lo cual volvíamos a ese
Martí de él y de Gabriela, pareja impar, que
americanamente nos revelaba el trópico de la calentura
espiritual y del gozoso cántaro de las imágenes, roto
por el doble rayo indígena cristiano.
Ojos del corazón para los colores, las inspiradas geometrías y las imágenes rotas, invulnerables, del corazón: ahí estaba la clave inicial, iniciática, de Carlos Pellicer, visualizador atípico de una modernidad que no renegaba de las sombras tutelares. Entre ellas, junto a Bolívar y Martí, el resonante Darío, a cuyo centenario en Varadero acudió, ya maduro, en 1967, y allí propuso, con Manuel Pedro González y Ángel Rama, la creación de una Sala dedicada a Martí en la Biblioteca Nacional, Sala de la que Fina y yo fuimos fundadores y responsables durante diez años. Así entraba en nuestra vida, como hacen siempre los poetas, por modo inesperado e indirecto, inclinándola graciosamente hacia su verdadero centro, mientras en una mesita del Hotel Nacional nos hablábamos de San Juan de la Cruz, conspirativamente velados por algún ángel, como del miembro más querido de una íntima familia tan inalcanzable como incesantemente asistidora. Lo que estaba detrás de sus poemas, de pronto atravesados por una felicidad como el vitral por la mancha de oro de la luz, se nos revelaba en aquella aliviadora hospitalidad de los supuestos, de lo que no teníamos que explicar, de lo que dejaba el encuentro en pura verificación ya casi innecesaria, por lo mismo tan preciosa, inolvidable. Cuántas sedes se saciaban, cuántos minuciosos desencuentros, cotidianidad de soledades olvidadas de tan sufridas, se deshacían en aquel dichoso encuentro ocasional que parecía eterno, y lo fue. La eternidad, en este tiempo nuestro, aparece sólo en el pasado. Después veremos.
Y a esta edad en que ya uno ha vivido la mayor parte de su muerte y algunos instantes de su posible eternidad, recuerdootro de éstos que también le debo a Carlos Pellicer, y fue el de su honrosísima asistencia a una lectura que hice en el antiguo Lyceum de La Habana, en aquel mismo año de gracia, Darío mediante, del '67. Y no lo digo sólo por su asistencia, que ya era tanto para mí, sino por su real atención ųrarísima siempre la atención en este mundoų que se tensó con aquel modo suyo de eléctrica escultura cuando lo tocaba siquiera fuese una gota del licor ansiado, y fue con motivo de un soneto, "Último epitalamio", del que después me dijo algo que turbadamente recibí, para atesorarlo en mi oscuro, como uno de los pocos elogios que me han llegado. Llegado, quiero decir, al punto de donde nace, no la vanidad, sino el silencio, por así decirlo, personal. Elogio único verdadero, el que llega a ese silencio, lo reconoce, lo alimenta, lo consuela en su infinita menesterosidad que sin embargo ninguna otra cosa necesita. Llegó el elogio desmemoriado de toda literatura, levantando por las orejas, con el pulgar y el índice, el conejo asustado, escapando ya por una fresca yerba feliz no obstante su luctuosa atmósfera, y ahora quiero devolverlo a la memoria del hechizado sonetista de Hora de junio, con honda gratitud:
de tus flores nupciales, a la hora
en que el mundo hasta el fondo
se desdora
y la ceniza cubre a la mirada:
Pero si entonces, con la boca helada
del ocaso postrero que devora
toda ilusión, fatal coronadora,
al oído me dices: soy la nada,
te daré gracias por dejarme verte
y abrazarte desnuda, y por ser mía
siquiera en el instante de perderte;
y dormiré en el tálamo que hacía
mi corazón, soñando que la muerte
es tu último velo, poesía.
Tengo ante mí ahora dos libros de Carlos Pellicer: su Poesía seleccionada y estudiada por José Prats Sariol, en edición Casa de las Américas, y sus Cartas desde Italia, presentadas por Clara Bargellini, regalo que Fina y yo tanto agradecemos al sobrino homónimo del poeta. La contrastación, o mejor el contrapunteo de estos dos libros, nos rinde una verdad diamantina: Nadie quizás amó más y mejor que Pellicer, americanisísimamente, su Renacimiento, y sin embargo he aquí que su patria secular, no telúrica, estuvo en el siglo de Dante y San Francisco. En el estudio de los magnos fundadores de la cultura cubana, Félix Varela y José de la Luz y Caballero, descubrimos esa raíz medieval que resucita impetuosa en Paradiso. Pellicer, como su mayor maestro, Darío, es otro resucitador americano de una medievalidad ųtiempo medio, de la mediaciónų dantesca y franciscana, que lanza sus semillas hacía una modernidad otra, la del más profundo modernismo o vida nueva de Martí, Darío, Vallejo, Gabriela, sin olvidar al que unió las dos orillas en su estación total, el infinito Juan Ramón Jiménez, modernidad sofocada y hasta hoy fallida por el aluvión de la bachillería más letrada que poética, subproducto del modelo norteamericano de la modernidad y su consecuente pasmo, posmoetcétera. El denominador común de esta creciente desgracia, el nihilismo crítico, nada tiene que ver desde luego con las profundas ingenuidades bolivarianas y martianas de Pellicer, cuya poesía, no obstante los aires de fresca vanguardia que siempre la recorren, tenía que ir quedando al margen de la línea central de los eternos experimentadores, de los eternos incrédulos, de los eternos desolados y adoradores del viejo mito circular del eterno retorno.
Al margen fueron quedando los versos felices, irregulares y anunciadores de Pellicer, y la razón de ello, si queremos ir al fondo de las cosas, hay que buscarla en la carta que el 23 de octubre de 1927 escribió desde Asís a su amigo Guillermo Dávila. Allí se nos habla mucho de sensualidad, pero no de esa sexualidad desangelada y más bien pornográfica que se fue poniendo de moda, sino de los sentimientos glorificados en el "Cántico de las criaturas" y que, por otra parte, "son el abismo verdaderamente". Y se nos dice que "hay que volverlos cumbre para dar el salto y emprender el gran camino". Pero el salto de que se nos habla, después lo comprenderemos, no es tan místico que excluya la historia, implica más bien una mística de la historia. Y por eso es originalísima la naturalidad con la que Pellicer, recontando sus pasiones, pasa del frate de Asís al Libertador de América, incluyendo enseguida en su propia teología poética, al estilo de Dante, su silenciosa Beatriz: "No, no he venido a Asís por Cimabue ni por los demás: estoy aquí por mí, únicamente por mí. El frate ha sido siempre una de mis grandes pasiones... Recuerdo que fui varias veces al Tequendama, solo, y que frente a la estupenda catarata me ponía a gritar: Bolívar! Bolívar! Bolívar!, a grandes gritos para que nadie lo oyera... He pasado mi juventud entre dos grandes pasiones y un amor: Esperanza y Bolívar." Qué Eros metafórico tan omnicomprensivo de lo más nutricio. La catolicidad de Pellicer, siempre entre el abismo sensual del pecado y la cumbre sensual del espíritu, patente en esta desnuda carta de juventud, le permitirá integrar las charreteras solares del Libertador con el pardo sayal del poverello de Asís, los mitos y héroes mexicanos ųQuetzalcóatl, Cuauthémocų con la pavura dantesca y el esplendor artístico de Italia. Le permitirá sobre todo entender, por el cristianismo raigal de su catolicidad, que la belleza suma es la justicia, que hay que tomar partido por los pobres, que hay que ser bueno, o querer serlo, y que ningún poema de letra vale más que este querer:
es decir, buenos...
Con estas sencillas observaciones intento hacer algo que quizás no aprueben todos los admiradores y estudiosos de su obra: sacarlo del estricto gremio de los letrados, amenidad de algún aséptico campus, higiénico golf de un simposio infinito, para dejarlo en el sitio que por derecho le corresponde: el de un gran espíritu latinoamericano, indoamericano, hispanoamericano cosmpolita y universal, a quien todo lo demás ųpoemas, viajes, cátedras, museos heredados o creados por sus ojosų se le dio por añadidura. Y cuando digo un gran espíritu lo digo en el sentido clásico de la sabiduría y en el sentido cristiano del renunciamiento, al que él mismo alude con osada humildad cuando nos habla en su carta de "emprender el gran camino" y de su búsqueda de un confesor que le quisiera oír en Asís su vida, y finalmente confiesa: "En Jerusalén (a donde fue porque era "el sitio que Él escogió para estar") decidí renunciar a la gloria, pues has de saber que detrás de mi pasión bolivariana, se escondía una ambición de gloria como pocas gentes han soñado." En sus años juveniles, esa pasión fue encantadora: "La aviación y la literatura creí reunirlas alguna vez en un trono de gloria", lo que nada tenía, según advierte, de dannunziano, y sí mucho, inauditamente, de bolivariano. Por eso recuerda José Vasconcelos ųsu gran amigo, que también intentó, aunque tal vez lo errara, "el gran camino", y también quedó bastante fuera del festival de los scholarsų, en el importante prólogo a Piedra de sacrificios: "Desde la nave aérea ha visto Pellicer su América, y también la ha escudriñado con la planta del pie..." ƑNo la vio también así Bolívar desde la cresta de los Andes? Después de empeños como los de Teresa por ir a tierra de moros, en los que novelescamente intervinieron la Mistral y Alfonso Reyes, en Palestina se verificó su "renuncia a la gloria avionística", de la que nos dice este vanguardista de verdad, de la verdad, no dilletante futurista de ella, y sin perder la sonrisa de Villahermosa:
De seguro lo ayudó, a juzgar por su transparencia en aquella mesita del Hotel Nacional, año '67, y por los trasluces de una irreprimible alegría que es el halo de todos sus versos, donde es posible encontrar "el papelito de la mariposa" y el poema-cabra de Peñíscola, pero también la reverberante alameda de sonetos, el humildoso río del romance, las figuras geométricas de su prosa en verso, la muerte de Apolo consolada por la estrella de Quetzalcóatl, la cantata cubista del trópico, "muy moderno y muy antiguo", "toda la lira" tremolando otra vez a cada golpe del agua o del aire o del fuego de una auténtica catolicidad poética. La poesía, sin embargo, no vive sólo ni principalmente de agraciadas retóricas ni confluencias culturales, como tampoco, es bien sabido, de proclamaciones patrióticas, filosóficas, políticas, ni siquiera líricas, sino de vuelos rasantes de la realidad, que nos dejaron demudados. Así los triunfos de junio en Pellicer, un junio de alas alisadas en que "el día tiene algo de la noche", y sobre todo, para mí, los claros de intemperie en que la palabra deja su orla, su espuma, su compás o lo que sea, a los pies de algo que la alza y que la besa con los labios de la realidad, de la memoria:
cuadrúpedo y la casa con un pie
casi en el agua negra de arrecifes.
Éramos de otra parte. Vi a mi abuela
ųde esbelta sangre mayaų hacer su baño
de mar, casi a la entrada de la aurora.
En el monosilábico astillero
la madera engullía cada clavo
como si la escuchara el mundo entero.
Con cuánta desnudez sudaba el día
su claridad. El agua, el aire, el sueño,
sólo un fulgor de gran pescadería.
"Sólo un fulgor de gran pescadería." ƑEstamos en Matanzas o en Campeche? Cuando escribo estas líneas todavía no conozco del paisaje tabasqueño de Pellicer nada más que sus versos, y pienso especialmente ahora en sus "Esquemas para una oda tropical", en la espléndida edición de Samuel Gordon. Nada menos que sus versos, quise decir, en los que parecen resonar siempre aquellas palabras del prólogo de Vasconcelos: "su pensamiento que se le vuelve paisaje... Leyendo estos versos he pensado en una religión nueva que alguna vez soñé predicar: la religión del paisaje... Describir un paisaje es un sacrilegio semejante al de los teólogos que discuten los atributos de lo divino, pero Pellicer, como buen místico, crea sus paisajes y nos deja para siempre en la memoria sus tardes de los pueblos... Patriotismo insustituible del paisaje sublime..." Ingenua idea fundamental de la cultura hispanoamericana. En La Edad de Oro Martí la resume para los niños con entera sencillez: "que el hombre es el mismo en todas partes, y aparece y crece de la misma manera, y hace y piensa las mismas cosas, sin más diferencia que la de la tierra en que vive..." No está de moda, sin embargo, hablar de la tierra; mucho menos, pellicerianamente, "de los estados de ánimo del bosque". Si acaso un poco de ecología para sazonar la llegada del apocalipsis por televisión, video-clip abominable, el anti-bosque de la posmodernidad, con ligero perfume nazi. Cuánta falta nos hace el antídoto de Carlos Pellicer: "Tabasco y el cacao: bebemos Xokol-ja,/ en todos los poblados del planeta".