En diversos sectores de la sociedad crece la preocupación y el desacuerdo ante la política tributaria en vigor y ante la forma en que el gobierno federal decide el destino de los fondos públicos producto de los impuestos. No se trata, por supuesto, de nada parecido a una renuencia a pagar contribuciones fiscales --las cuales constituyen un mecanismo indispensable para el funcionamiento de cualquier Estado, así como un deseable pilar de la cultura cívica--, sino de desacuerdos, en muchos casos justificados y atendibles, relacionados con las equívocas y amedrentadoras maneras en que la Secretaría de Hacienda pretende impulsar a los causantes para que cubran sus obligaciones impositivas, con la forma de distribuir las cargas fiscales entre los sectores de la economía y con el manejo de los egresos públicos, tanto por el cuestionable esquema de prioridades como por la poca transparencia en la asignación de recursos.
La importante caída en los volúmenes de recaudación ocurrida en el país el año pasado debido a evasiones y fraudes fiscales es ciertamente un fenómeno preocupante que debe ser contrarrestado, incluso con procedimientos coercitivos como última instancia. Pero las campañas publicitarias que de entrada amenazan y amedrentan a los causantes no son la mejor forma de hacerlo, no sólo porque aumentan la exasperación económica de amplios sectores de la población, de suyo acorralados por la severa recesión que ha vivido el país desde el año antepasado, porque resultan ofensivas y socavan la confianza, sino también porque pueden ser el empujón definitivo para que muchos ciudadanos pasen a la economía informal o subterránea.
En otro sentido, ha de considerarse que el descontento imperante tiene una de sus causas en la inequidad de la política fiscal vigente, la cual castiga a los asalariados y a los sectores productivos y exime a las actividades especulativas bursátiles y financieras, responsables en buena medida de los quebrantos económicos que ha padecido el país en las últimas dos décadas.
Otro aspecto del malestar social tiene que ver con cuestionables decisiones en materia de gasto --valga decir, con una utilización de los impuestos que ha generado polémicas--, tales como el desmesurado subsidio a los partidos políticos, el multimillonario rescate de una banca privatizada ineficiente y usurera y los desmedidos salarios y aguinaldos otorgados a altos funcionarios públicos, por citar sólo tres casos recientes que han causado gran irritación.
Un factor más de desaliento de los causantes es el conjunto de fraudes, malversaciones y desvíos de fondos públicos que ocurre en las esferas del Estado. El combate a la evasión fiscal debe pasar, necesariamente, por la erradicación de las prácticas corruptas y fraudulentas que tienen lugar en el seno de la administración pública.
En quinto lugar ha de destacarse la falta de información puntual y transparente a la sociedad sobre el destino de los impuestos, así como la cuestionable operancia y la extemporaneidad de los mecanismos de supervisión del gasto público por parte del Poder Legislativo.
Ciertamente, resulta imperativo que el gobierno esté en condiciones de sanear las finanzas públicas y erradicar las cuentas deficitarias, y para ello es preciso avanzar en una cultura cívica en la cual las cargas impositivas sean consideradas parte de las obligaciones ciudadanas corrientes. Pero así como en lo general el funcionamiento del Estado debe basarse en un pacto social, las políticas fiscales y de gasto público han de apoyarse en un mínimo consenso social sobre los orígenes de la recaudación y sobre el destino de los egresos.