Uno de los rasgos más alentadores de la sociedad mexicana de fin de siglo es la irrupción y el mayor involucramiento de grupos sociales, lo mismo en la búsqueda de soluciones a sus problemas particulares y cotidianos, que en la atención a asuntos públicos. Esta presencia es reflejo de cambios promisorios en la cultura política de los mexicanos, que empezaron a gestarse hace varios lustros.
Nuevos usos, participativos y democráticos, van dejando atrás, por una parte, la pasividad y el conformismo que se traducen en la aceptación acrítica de lo que pasaba (``las cosas son como son''; ``por algo será'', solía decirse). Otro rasgo frecuente era el individualismo extremo, volcado hacia sí mismo, al que todo lo social le era ajeno: la política era ``cosa de políticos''. Con frecuencia esa vieja cultura tenía también una fuerte dosis de desconfianza hacia lo diferente, lo extraño.
Pero esa imagen correspondía cabalmente a formas de poder familiar, social, gubernamental que la prohijaban porque resultaba moda, funcional. El silencio era una forma de aceptación tácita (``el que calla otorga'') o, simplemente, era una manera de no comprometerse (``en boca cerrada no entran moscas'').
Las cosas cambian, sin embargo, y hoy se ha acentuado el valor de la participación, de la pluralidad, de lo diverso, y se ha aprendido que, como decía Pablo González Casanova en un libro clásico, la mejor manera de amar a México es no ocultar sus problemas.
Queda, sin embargo, mucho camino por andar. La existencia de un complejo tejido social que incorpora y articula diferentes racionalidades, necesidades y expectativas, demanda inteligencia y madurez de los actores y del entramado institucional para reconocer los nuevos papeles que caracterizan una vida democrática.
En muchas organizaciones, la democracia es práctica común. Pero muchas otras precisan de nuevas formas de ser: analizar, en vez de adjetivar; explicar, en lugar de descalificar; respetar, en vez de ignorar y, lo que no es fácil, sustituir la cultura de la ``línea'', por la discusión colectiva, lo que implica abrir espacios para la reflexión y el debate, y no tenerle miedo a las disonancias; en un organismo vivo siempre habrá distintas lecturas y propuestas y, muchas veces, a partir de ellas es dable construir alternativas.
Otro imperativo de las organizaciones es la eficacia. Si la práctica democrática y las mejores intenciones no van acompañadas de una capacidad para generar respuestas serias a problemas reales, sus resultados serán: desaliento, frustración, enojo.
Fortalecer la capacidad de gestión de las organizaciones sociales, requiere la formulación de diagnósticos objetivos y el diseño de alternativas viables (ninguna dirigencia seria ofrece imposibles).
Condición indispensable para la consolidación democrática es la reducción sensible de los niveles de pobreza, desigualdad e injusticia social, lo que exige que el crecimiento cuente con bases sólidas. Aquí también las organizaciones sociales tienen un papel que cumplir. Cada una, según su naturaleza y vocación, debe incorporar a su agenda los temas más sensibles de sus afiliados: seguridad pública, empleo justamente remunerado, seguridad social, educación pública laica, gratuita y de calidad, transporte eficiente y barato, protección del medio ambiente...
La gestión social presupone, al mismo tiempo, madurez y corresponsabilidad en los quehaceres, es decir, pasar de la protesta a la propuesta y estar dispuestos a trabajar a favor de mejores condiciones.
Nada de lo anterior podría cumplirse cabalmente si las organizaciones no disponen de cuadros altamente calificados, comprometidos, disciplinados (pero, vale recordar, disciplina no es sometimiento), que asuman su trabajo político con emoción y se esfuercen por ser cada vez más activos, institucionales y democráticos.
Toca, pues, a las organizaciones sociales desempeñar un papel que, aunque no único, es significativo en la construcción y consolidación de una democracia viable.