Hermann Bellinghausen
Sueño de un San Angel

Para Adelfo Regino

Qué contrariedad que estén tan vistos los ángeles; hasta el choteo. Eso hace cursi un recurso cursi de por sí, que puede incluir también elementos inquietantes y terribles porque Lucifer y todos esos, que no es juego. Por lo tanto, hablar de ángeles caídos, de bulevar de sueños rotos, de Natasha sin red susurrándole a otro ángel buenas intenciones, o de Terence Stamp trastornando familias con su Teorema sobrenatural, no salva del riesgo sentimental de lo gratuito.

Nada de eso es Alberto G., pero también de todo un poco. Es un hombre viejo, y un ángel caído; pero no muy caído. Nada más tantito. Digo, porque la mayoría cae de plano. Y no, este Alberto G. está enterito, rilkeanamente entero, diría él, sabiéndose como se sabe esa clase de ángel.

Los setenta-y-muchos no le estorban; al contrario, a mi amigo estupendo. Le deleita saberse del cielo y saber a ciencia cierta que no hay el cielo y sí, con harta frecuencia, el infierno. Pero hoy nada más está recordando un sueño. Uno especial. Le dedica un largo tiempo esta soleada tarde a relatarlo. Se ve que es un sueño que ha cargado consigo siempre. Lo sabe de memoria.

Era un imberbe púber y vivía en un lugar de la taiga proletaria entre Santa María y la Guerrero. En el sueño, él tenía 80 años y caminaba de abrigo y bufanda por las calles empedradas y húmedas del barrio de San Angel. Ya en sus tiempos juveniles la imagen era anacrónica, decimonónica, en serio. Ya había acabado la Revolución. En aquel entonces conocía San Angel por unas visitas a parientes. Equivalían a un día de viaje. ``Hoy vamos a Coyoacán'', o ``a San Angel'', significaba la jornada completa, comida fuera, tranvía y carreta.

Ja. Traerlo a colación lo tiene seriamente divertido. Un camotero chillaba su fogata en pleno y una trompeta campesina y trashumante entonaba alguna melodía descompuesta y triste. Así en el sueño. Lo recuerda con precisión milimétrica. Trivial como parece, le resulta increíble. Ese sueño, además, le inyectó desde entonces la indemostrable certidumbre de que llegaría a viejo, cosa que pocos.

Aquí ahora lo tuve enfrente, orgulloso de ser tan viejo y travieso, modestamente exterminador. Lo más chistoso es que vive en San Angel, en una calle empedrada, y la escena del camotero, la triste trompeta india, las baldosas húmedas y él con su bastón, su abrigo y su siglo diecinueve colgándole en vez de corbatín del pescuezo, la acabo de ver hace un momento, al despedirlo a la puerta de su casa.

No importa decir ahora qué hizo Alberto G. con su vida. Hizo lo que pudo y fue bastante.

Hoy venía de negro. Pero sus ojos verde agua brillaban como una provocación al azul del cielo.

Cómo iba yo a saber que ese sueño era una premonición, un retazo de realidad futura. Y lo supe. Deja que me acompañes a donde vivo.

No vislumbró lo que estos días serían, pero sí imaginó la escena, que se ha vuelto cotidiana.

¿Qué tiene de ángel este señor tan normal? Ha de ser por su tolerancia notable, comprende al bandido y al joven estridente y confuso; no se queja del clima ni de sus achaques y le alienta ver que el país donde nació está dejando de existir y qué bueno. Lo quita de cuidado que lo pésimo del mundo se derrumbe.

Con orgullo modesto y secreto, sabe que dedicó su vida a ese derrumbamiento. Nunca estuvo de acuerdo con el estado de cosas y siempre, en cuanto hizo, fue un subversivo, un transformador del statu quo.

Vislumbrar el fin de un sistema que padeció siempre es un triunfo verdadero.

De sueño a sueño, morirá sabiendo, no que se le cumplió una situación accidental: vivir en el barrio, a fin de cuentas burgués, de San Angel, sino que cumplió el sueño de sus vigilias: ayudó al derrumbe de los tiempos.

Una aclaración: la casa donde pernocta Alberto G. no es palacete sanangelino, no estamos hablando de un viejo próspero, a punto de turrón y monumento. Nadie lo conoce en público, aunque sus beneficiarios intelectuales suman varios cientos de alumnos directos o indirectos. La puerta donde lo despedí, en San Angel, es la de un asilo de ancianos.

No es un anciano, pero es pobre y da lo mismo. Desde allí, él, que fue zapatero, tipógrafo y activista, y en el fondo puro ángel subversivo, solitario, mantiene su combate sin miedo ni arrepentimiento. Vive a gusto, no va a ser una carga para sus parientes, que siguen siendo lejanos.

A viejo ya estuvo que llegó. El daño que pudo hacer al ``enemigo burgués'' ya no tiene remedio. Aunque lo eliminaron en este preciso momento.

Pero qué fue lo que hizo Alberto G. en este siglo es materia, venturosamente, de otro cuento. Uno sobre la libertad de cátedra