Las reacciones que ha provocado la negativa del PAN a una coalición electoral de oposición, entre quienes hace unos días hablaban de las bondades de la misma, son lo suficientemente elocuentes de la fragilidad que dicha alianza tendría. Ello parece haber provocado un desencanto anticipado entre quienes soñaron la fecha de la próxima elección como una suerte de refundación política y que, ante la postura panista, ven desmoronarse tal posibilidad. No hay que dramatizar tanto. No es sobrecargando de significados los eventos electorales como se puede entender la evolución política.
Pero acaso tras el entusiasmo por la alianza habita ese ánimo que gusta de convertir las contiendas electorales en grandes parteaguas. El problema es que cuando los resultados no se corresponden a las profecías ensayadas, la orfandad estratégica suele ser prolongada. Imaginemos por un momento que la pretendida alianza opositora hubiera cristalizado, y que a la hora de las urnas no hubiera logrado la ansiada mayoría; el espectáculo ofrecido por dirigentes, promotores y candidatos para repartir culpas y tratar de entender los resultados, nos dejaría por un buen tiempo con una nada saludable crisis de identidad de la oposición.
Enhorabuena que se apostó por que sea la implantación natural de cada partido la que marque la ruta y el ritmo del cambio político. El camino puede ser más bueno, no ofrecer la espectacularidad que los promotores de la alianza prometían, pero sin duda es un sendero más seguro. Sin menospreciar la importancia de lo que está en juego en julio de este año, y en previsión de que mantener fría la cabeza siempre es más útil para interpretar lo que resulte, creo que es celebrable que se haya rehuido la idea de hacer de nueva cuenta de la próxima elección, la madre de todas las elecciones.
Por lo demás, no están cerradas otras formas de colaboración entre partidos. Si se pudiera sostener un clima de respeto entre los dos principales partidos de oposición, por delante hay un cúmulo de asuntos en los que podría haber cooperación. El primero quizá sea cómo fijar términos de relación entre ambos en que ninguno se sienta atropellado, que los espacios de negociación y encuentro sean respetados por las partes, que ciertas diferencias se ventilen públicamente cuando exista acuerdo para ello, en fin, que se den una serie de reglas para hacer más provechosa la relación.
En segundo lugar, el proceso electoral mismo propicia formas de colaboración que pueden ir desde una estrategia común de defensa del voto el día de la jornada electoral, hasta una suerte de mapeo de competitividad que permita maximizar las oportunidades de la oposición mediante acuerdos que identifiquen aquellos distritos o entidades en que alguno de los partidos tiene una oferta con posibilidades reales de triunfo, y en donde el otro pudiera hacer campañas de bajo perfil. Por supuesto es complicado, y pensarlo como esquema nacional sería una locura, sin embargo se podría ensayar a niveles locales.
Por último, en el caso de que el PRI no disponga de los votos necesarios en la Cámara de Diputados para gobernarla, y antes que pensar que dicha eventualidad sea el caos, la necesidad de la negociación para aprobar cualquier pieza legislativa, abre de nuevo la posibilidad de trazar desde ya una suerte de agenda legislativa mínima entre los dos partidos que ayudaría a darle concreción a una serie de iniciativas comunes. Es evidente que dichas alianzas parlamentarias incluyen todas las combinaciones (PAN-PRD; PRI-PAN; PRI-PRD), y que el hecho fundamental sería que la negociación se impusiera como una necesidad, digamos aritmética, y la búsqueda de consensos no fuera solamente un gesto de buena voluntad. Finalmente, me parece que lo más importante es que todos y cada uno de los partidos conquisten en buena lid los votos que correspondan a las opciones que representan; consolidar la democracia es también y sobre todo, consolidar a los partidos políticos.