Comenzó el año con la luna menguante en Libra y la tierra en su perihelio: 147, 135, 916 kilómetros, el mayor acercamiento a la masa solar; Mercurio en movimiento retrógrado y en conjunción inferior con el sol.
Ayer, día 12, justo al oscurecer se pudo distinguir en el cielo una gran cercanía de Mercurio y Venus a un lado de la luna creciente, a la cual se acercará esta noche Saturno. Mañana la aurora comenzará a las 5 horas con 56 minutos y el sol saldrá a las 7:13. El clímax del crepúsculo, la desaparición tras el horizonte del astro rey, llegará un cuarto de hora después de las seis de la tarde: otra página del calendario.
Desde hace cuantísimo tiempo el hombre anda viendo el correr de los años, el viaje del firmamento cada día. Del gran zigurat de Ur a la cuesta de Greenwich, de Chichén a Monte Palomar una misma y continua obsesión, la suprema necesidad de anclarse al universo. De los más primitivos tiempos cíclicos al reloj de arena a la vibración del cesio: una cosmogonía cada vez más simple y abstracta. Ptolomeo describió el movimiento de los cuerpos celestes a fuerza de excéntricas y periciclos. Copérnico puso más sencillas las cosas al hacer de la tierra un planeta viajero y Kepler ordenó su curso con elipses. Si Galileo pegó el cielo a la tierra con la caída libre y su ojo en el telescopio, Newton la tierra a los cielos a fuerza de gravedad. Una curvatura, la ecuación de la energía con la materia, la identidad del espacio y el tiempo nombran el cosmos de hoy: la velocidad de la luz es constante y el cerebro de Einstein reposa en formol.
Y sin embargo sale el sol y se pone: se mete y luego aparece, los gallos cantan, la luna se levanta: es decir nuestro universo geocéntrico de cada día, mito que la historia no ha podido borrar a pesar de tan insignes nombres y a cuatrocientos años de que Bruno fuera quemado en leña verde tras proclamar un universo infinito sin centro ni circunferencia --mundo tras mundo tras mundo-- donde toda posición y todo movimiento son relativos. Una tesis que ya ni la misma Iglesia que quemó al desdichado Giordano es capaz de siquiera formular se mantiene vigente: un mundo plano al centro del universo sigue expresándose en los giros del habla cotidiana. El sol sale. Se pone. El sol viaja al mediodía.
No tiene que ver con la ignorancia de hechos y verdades ni con el desconocimiento de elementos básicos de geografía e historia y menos todavía con el temido oscurantismo. La significación del mito se asienta en el viejo concepto de los pies en la tierra: el delicado triunfo sobre la gravedad más local, la de los huesos. Como si esa parte del cerebro que se ocupa en caminar estuviera representada en la mente por el concepto de un universo geocéntrico inmune a todo conocimiento y demostración en contrario. El mito cubre aquí la función de expresarlo no obstante el esquema racional que tardó tanto en derrocarlo y que por lo mismo lo niega a ultranza. Un mundo además de redondo, plano, excéntrico y a la vez central, egocéntrico. Uno puede saber perfectamente que la órbita traslacional y la Vía Láctea y todas esas cosas, pero, si sale, el sol saldrá mañana, se levantará tras los dorados balcones de oriente y habrá que caminar, subir y bajar cuestas y lomas, descansar a la sombra de un pirul, beber y alimentarse, ver a los pájaros recogerse al atardecer y hacer lo propio una vez que el sol se haya desplomado hacia el crepúsculo.