Julio Moguel
Carranzazo
Si las diferencias que existen entre el documento del Ejecutivo y el que presentó a las partes la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) --y que aceptó el EZLN-- para la reforma constitucional sobre derechos y cultura indígena se reducen simples problemas de redacción, como planteó Héctor Aguilar Camín en su último artículo (``La hora de la Cocopa'', La Jornada, 13 de enero), ¿por qué el gobierno se obstina en cambiar, limitar, limar, o simple y llanamente extirpar de los acuerdos de San Andrés (del documento de Cocopa) una serie de conceptos, definiciones o ideas que a su contraparte le parecen esenciales? No sin duda porque el gobierno no tenga ``buenos redactores'', sino porque las diferencias establecidas sí son profundas; porque las ``correcciones'' gubernamentales a su propia palabra en San Andrés sí son significativas.
¿Que son sinónimos o intercambiables los términos ``usos y costumbres'' (documento del Ejecutivo) en vez de ``sistemas normativos internos'' (acuerdos de San Andrés-documento Cocopa)?; ¿que es lo mismo o parecido hablar de la comunidad indígena como ``entidad de derecho público'' (acuerdo de San Andrés-documento Cocopa) que como de ``interés público'' (documento del Ejecutivo)? ¿que es igual hablar de ``homologación'' (documento de Ernesto Zedillo) que de ``convalidación'' (documento San Andrés-Cocopa) para referirse a la forma en que deberán articularse los sistemas normativos internos y el derecho procesal mexicano?
Ello para sólo mencionar unos cuantos de los términos, formulaciones y conceptos con los que el gobierno quiere dar gato por liebre al movimiento indígena nacional. Pero, ¿Y lo que falta?, ¿y lo que ha sido borrado de los acuerdos de San Andrés (y documento de Cocopa)?: como ejemplo está la ausencia de una definición de territorialidad --que el gobierno debería aceptar sin dudas pues se trata de la definición ya avalada del Convenio 169 de la OIT-- en el plano de los derechos constitucionales de los indígenas, o la eliminación llana del planteamiento de remunicipalización, etcétera.
Y los galimatías y ``candados'' jurídicos de los que está lleno el documento presidencial, ¿son también problemas de redacción?. ¿Qué quiere decir aquello de que las comunidades podrán asociarse libremente siempre y cuando se respete la ``división político administrativa en cada entidad federativa''? ¿Por qué aceptar un derecho general para luego restringirlo a leyes locales que ``definirán los casos'' en que dicho derecho pueda ser aplicado, como en el artículo 18, referido a la posibilidad de que los indígenas puedan compurgar sus penas preferentemente en los establecimientos más cercanos a su domicilio; o en el caso del derecho a aplicar ``sus normas, usos y costumbres en la regulación y solución de sus conflictos internos''?
Estos y otros tantos elementos muestran con absoluta claridad que el asunto es serio, y que se trata no de una confusión, malos entendidos o problemas derivados del ``teléfono descompuesto'', no de la diferencia de ``calidad'' o entendimiento de los ``redactores'' de las partes, sino de un nuevo intento del gobierno por ``achicar'' y vencer al zapatismo, en la línea simple de abortar la posibilidad de todo acuerdo o reforma constitucional o, lo que es aún más probable, hacer algo parecido a lo que hizo el gobierno de Venustiano Carranza con la ley del 6 de enero de 1915: traicionar el sentido de las leyes de Zapata; ``simular otorgar derechos que niega expresamente'' (Dictamen del EZLN al documento presentado por el Ejecutivo federal, La Jornada del 12 de enero), para enfrentar al movimiento indígena nacional y buscar --de nuevo-- una derrota político-militar del EZLN.
¿No queda claramente dibujada dicha intención en los más recientes comunicados de la Secretaría de Gobernación? ¿No es esta la lógica de las acciones ``indigenistas'' más recientes con relación a los yaquis? ¿No se delinea tal jugada en la ``buena fe'' gubernamental mostrada en la liberación reciente de los presuntos zapatistas presos de Yanga, llevada a cabo con precisión cirujana en tiempo y obra, de cara al empantanamiento o crisis del diálogo de Chiapas? Por desgracia, el asunto no quedará zanjado --como supone Aguilar Camín en el artículo ya referido-- con el hecho de que la Cocopa asuma plenamente su documento original y lo lleve ante el Congreso, para hacerlo competir allí con lo que sería ahora la iniciativa presidencial (¿cuál de las dos propuestas ganaría? Adivine usted, estimado lector). Ciertamente con ello la Cocopa salvará su alma (así lo creerán en todo caso los legisladores implicados), pero de seguir este camino estará aceptando simple y llanamente que lo que se hizo en San Andrés no tuvo la calidad de una negociación, sino sólo la de una ``consulta'' que, confrontada con otras, tiene que pasar la prueba de la trituradora legislativa.
La Cocopa tiene sin duda que defender su propio documento de reformas, pero no sólo ello: tiene, a la vez, que señalar o evidenciar que el gobierno pretende traicionar su propia firma de los acuerdos de San Andrés y con ello el sentido y naturaleza del diálogo, pues el presupuesto y acuerdo básico de la negociación era ``llevar los resultados del diálogo a la instancias de debate y decisión nacional'', es decir, llevar los acuerdos conjuntos entre gobierno federal y EZLN al debate y decisión a dichas instancias; no las ideas, opiniones o propuestas --por separado-- de cada una de las partes.