A la memoria de Jorge Cambiaso
En medio de la huelga más grande de su historia es legítimo preguntarse si estamos asistiendo en estos días al fin del ``milagro'' coreano. Lo más probable es que la pregunta misma sea demasiado hollywoodesca. La economía y la sociedad coreanas se encuentran en estos momentos en una difícil fase de transición. Pero el hecho sustantivo es que un país de 45 millones de almas ha alcanzado en tres décadas resultados que en gran medida pueden considerarse irreversibles --si algo hay que merezca este nombre en la vida de individuos o naciones. Recordemos estos resultados en pocas palabras: una modernización acelerada de la agricultura con sustancial incremento del bienestar rural, una situción de virtual pleno empleo, la construcción de un aparato industrial altamente competitivo y un crecimiento económico de alrededor de un 9 por ciento anual a lo largo de los últimos treinta años. El ``milagro'' tal vez terminó pero los beneficios que produjo no se cancelarán tan fácilmente.
Ya van tres semanas de huelgas y agitaciones sociales y el tema es la reforma de la legislación laboral que rompe una tradición arraigada de estabilidad en el trabajo. Los chaebol coreanos (los grandes grupos industriales del país) quisieron fuertemente esta reforma para enfrentar los grandes retos competitivos que se anuncian para los años venideros. Y el gobierno, en un desplante de marrullería autoritaria, respondió a la presión de la gran industria haciendo aprobar la reforma laboral en una sesión clandestina del Congreso a la cual no fue convocada la oposición. Delicias de la democracia asiática.
Las razones de la huelga que, hoy martes, debería convertirse en un paro generalizado son obvias. Los obreros coreanos temen que el futuro cercano les pueda traer amplios despidos por el deseo de las empresas de transferir puestos de trabajo al exterior donde podrán pagar salarios menores. Temen una flexibilización laboral que permitiría a las empresas realizar despidos casi sin ninguna restricción legal. Y así, a una clase obrera que comenzaba a vislumbrar un futuro promisorio se le dice ahora que todo lo conquistado en años de sacrificios es puesto, de un solo golpe, en entredicho. Y no obstante la apertura democrática de los últimos tiempos, el gobierno y las grandes empresas muestran una alianza ferrea capaz de hacer valer sus razones incluso con humillantes triquiñuelas institucionales.
Sin embargo, del otro lado, las razones del cambio en la legislación laboral son fuertes. Se trata de crear las condiciones de una mayor elasticidad para las empresas coreanas en el contexto de una globalización amenazadora. Hay que reducir el déficit de cuenta corriente que ha crecido peligrosamente en los últimos tiempos. Y además, es necesario redimensionar sectores productivos (como los semiconductores) en los cuales las excesivas inversiones del pasado presionan a la baja los rendimientos. Se trata, en una palabra, de recuperar capacidad de maniobra imponiendo a los trabajadores costos que, obviamente, no se quieren negociar. La tradición paternalista y autoritaria de los chaebol y del gobierno sigue produciendo sus frutos. Y esto es aquello que los trabajadores coreanos enfrentan hoy con las huelgas más duras y prolongadas de la historia coreana de las últimas décadas. Lo que está en juego es decisivo: la política económica del gobierno y las estrategias productivas de las empresas deben seguir estableciendo entre sí una estricta e incuestionable alianza o la sociedad coreana tiene el derecho de decir algo en el diseño de estas estrategias.
Este es el punto. Y las cosas no se resolverán en los próximos días. En abril comienzan las negociaciones para el nuevo contrato colectivo y las dos partes quieren posicionarse con la mayor fuerza posible para un enfrentamiento que se anuncia duro.