Apenas el pasado diciembre, la Cineteca Nacional ofreció en la sala 2 Salvador Toscano, el interesante ciclo ``Gaumont: un siglo de cine'', articulado con la presencia de 19 cintas, entre las cuales destacaron, más allá de nostalgias históricas (Zéro de conduite, L'Atalante); políticas (Un condenado a muerte se escapa y Dantón) o fetichistas (Fanny y Alexander) cuatro películas fundadoras de un nuevo estilo cinemático que surgió en Francia a principios de la octava década y que llevó por nombre neobaroque, a partir de barroco, vocablo portugués que hace referencia a la irregularidad de algunas perlas y que en el contexto histórico de las artes rítmicas y visuales a movimientos específicos de contrastante oposición que exaltaban la audición o la visión de la obra contemplada.
¿Pero, quiénes fueron los creadores de este nuevo estilo de hacer cine? Ellos fueron Jean-Jacques Beineix (nació en París, fue asistente de Jean Becker, Claude Berri, Jean-Louis Trintignant, antes de realizar en 1981: Diva; en 83, La luna en el arroyo; en 86, Betty Blue (37-2 le matin) y, en 89 Roselyne et les lions; Luc Besson (nació el 18 de marzo 1959 en París, fue autor entre 1978 y 1982 de cuatro cortometrajes, antes de realizar en 83: Le dernier combat; en 85, Subway; en 88, Azul profundo y en 89, Nikita); Leos Carax (nació el 21 noviembre 1960 en Suresnes, estudió cine en la Universidad de París III, antes de realizar, en 84, Boy meets girl; en 86, Mauvais sang y, en 89, Les amants du Pont neuf. ¿Pero cuáles, entre las once cintas neobarrocas antes citadas fueron proyectadas durante el ahora inolvidable ciclo ``Gaumont''?
La primera fue La luna en el arroyo, cuya contrastante narrativa, protagonizada por Gerard Depardieu, Nastassa Kinski y Victoria Abril, cuenta con inestables movimientos de la cámara, las obsesiones de un cargador adscrito a una oscura zona porteña, que se afana en la búsqueda de aquel que violó a su hermana. Subway, cuya enredada historia ocurre en los asfixiantes pasillos del Metro parisino, espacio que bien podríamos calificar como metáfora visual del laberinto cretense, fatigado esta vez no por el mítico Minotauro, sino por seres de carne y hueso: Héléna (Isabelles Adjani) a la búsqueda de imprescindibles documentos y Fred (Christopher Lambert) al encuentro del amor, fue la segunda película neobarroca que presentó el ciclo. La tercera llevó por título Betty Blue (37-2 le matin) y relata las tribulaciones que sacuden a Betty (Béatrice Dalle) durante el extenso/intenso proceso de rescate y posterior proceso de edición de la caótica novela de su amante Zorg (Jean-Hughes Anglade). Labor de indudables tonalidades kafkianas que finalmente la conducirán a la locura.
La cuarta y última muestra cinemática del neobaroque francés, que tuvimos la buena fortuna de admirar los cinéfilos asistentes a la Sala 2, en diciembre del 96 fue la versión primera (2 horas 12 minutos) de Azul profundo (Le grand bleu) que nos habla, a través de insólitas tomas marinas --azules, silenciosas y burbujeantes-- de la rivalidad entre dos buzos: Jacques (Jean-Marc Barr) y Enzo (Jean Reno), por conquistar el campeonato mundial de permanencia bajo las aguas del mar Mediterráneo. Enfrentamiento obnubilante cuyo matemático ejercicio los aparta de las miserias y deleites de la vida diaria y los sumerge en las profundidades oceánicas de la irrealidad. Incluso, Jacques hecha en ``pozo roto'' el desesperado amor de Johana (Rosana Arquette).
Y para terminar esta apresurada reseña, únicamente nos resta plantear dos preguntas:
¿Este estilo vino a apartar a otros cineastas galos de su tradicional naturalismo? ¿El neobaroque con su cauda de propuestas ha influido en el cine de los noventa?
La respuesta, única y definitiva es no. Aunque sería justo comentar que el cine digital de nuestros días, pleno de ``efectos ópticos'' viene a recrear aquel barroquismo delirante que originalmente formularon en las pantallas Beineix y Besson, Carax.