Niños coladera, visión cotidiana en la Central de Autobuses Norte
Karina Avilés Ť Hoy llegó El Tijuano a las coladeras. Poco antes de arribar a su nuevo hogar, los judiciales ya le habían desprendido el cabello; se lo arrancaron por cachos hasta dejarlo con espacios blancos en el cráneo.
Juan Carlos es el nuevo miembro de la banda Los Ponis; tiene 15 años. Narra: ``Me agarraron porque ando en la calle, soy nuevo y me salí de mi casa''. Mientras tanto, estuvo embutido en la portezuela de una patrulla y el estacionamiento de la Central Camionera del Norte se iba llenando de pelo amarillo.
``Me pidieron dinero, pero no tengo nada, no puedo darles nada''.
Viene de Tijuana, de Querétaro, de Acapulco, de esta capital.
Desde que tenía dos años anda en brazos del abandono ``porque te digo que mi mamá se murió cuando tenía dos años y mi papá se largó con otra mujer a Tijuana''.
Pero él nació en Acapulco, donde lo hacían cuidar vacas hasta que sus huesos chillaran. Esto le sucedió durante seis años, ``cuando trabajaba en un rancho con mis tíos, por eso me escapé''. Pero ahora regresa a Los ponis, por el recuerdo de que alguna vez los conoció, por el recuerdo de la vida subterránea.
Los de la banda continuaron allí en el camellón de los Cien Metros, como si lo esperaran, aunque cada vez mueren un poco más.
Hace unos días los policías de la Central de Autobuses del Norte les permitían vender chicles, cargar maletas, pedir limosna. Se acabó. Ellos se meten y los uniformados los sacan, ``apestan demasiado''.
Todo cambió para los niños que viven en las coladeras del camellón de la avenida de los Cien Metros.
El Ponchis, jefe de la banda, el que pronto abandonaría a sus hijos para convertirse ``en educador de chavos de la calle'' todavía vive con su pareja en la primer coladera, todavía tiene que vender tamales a comisión, todavía no puede huir.
Esta vez, la mayoría de los 40 ponis estaban tirados. Unos, en la superficie de la coladera, otros en el patio de su casa: el camellón. Estaban casi muertos.
Israel, el que dijo `saquen el mundo a la verga'', ya es un zombi. En un ojo mostraba una gota roja, un rasguño, su desesperación.
El Taquechis dice que no los ha ayudado nadie, que nunca van los de la delegación, que de vez en cuando los visita una doctora que les regala desayunos, pero desconoce su nombre.
Esta vez los niños no sintieron vergüenza por pasarse de mano en mano bolitas de servilletas olorosas a limpiador de autos. Es como una ceremonia. Destapan la lámpara de Aladino (una botella de plástico) y las monas les conceden ``una quema de garganta, una borrachera barata''.
El Tijuano conoció hace tres años a Los ponis en la temporada que decidió vivir en México, ``me junté con uno que le dicen El Reynoso y me metí a las coladeras. Después de un tiempo les propuse a los de la banda irnos a Acapulco, allí vendíamos chicles y limpiábamos parabrisas''.
Pero ellos se regresaron y ``a mí me agarró mi abuelito''. Escapó a Tijuana y días antes de regresar a la ciudad de México ``me fui con un primo a Querétaro'' hasta que llegó aquí.
Aquellas manos morenas que salen de las coladera piden tacos, piden cigarros, pero El Tijuano sólo quiere una gorra.