La reciente incorporación al Partido de la Revolución Democrática de un grupo de oficiales retirados, así como los últimos sucesos en torno al caso del general José Francisco Gallardo, entre otras noticias, deben verse en el marco de una de las tendencias más claramente marcadas en la transición institucional que enfrenta el país --incierta y conflictiva, pero necesaria e inexorable--: la participación emergente de círculos militares en los asuntos nacionales.
El correlato de este fenómeno es el creciente interés de instancias y organizaciones civiles por interactuar de alguna manera con el ámbito de los uniformados, un ámbito que ha permanecido, por tradición histórica, apartado del resto de la sociedad.
Entre otros factores, la política gubernamental de involucrar a las fuerzas armadas en el combate a las drogas, el arribo de oficiales a cargos altos y medios en corporaciones policiales e instituciones de procuración de justicia, así como la participación del Ejército en el conflicto chiapaneco, han hecho sentir la presencia de los uniformados en diversos ámbitos del país. Y esa presencia es una de las razones de la renovada atención de los civiles por los asuntos de los militares, así como el interés de éstos por mantenerse al día en las cuestiones de la agenda nacional: en los temas de política económica y social, los asuntos religiosos, las cuestiones de justicia y derechos humanos, entre otros, militares y fuerzas armadas se convierten en referencia obligada.
En principio, la tendencia a ventilar públicamente asuntos relacionados con los institutos castrenses es saludable y concuerda con el necesario fortalecimiento de la cultura cívica y republicana del país. En esta misma lógica, nada impide que los militares, en ejercicio de sus derechos ciudadanos, participen en los debates nacionales y se incorporen a su vez a actividades diversas de la vida civil, incluida la política activa.
Todo ello, a condición de que se respete el estatuto constitucional de las fuerzas armadas en tanto que instituciones no deliberantes y marginadas de la política y se observen las disposiciones legales que establecen las condiciones --retiro o licencia-- bajo las cuales sus miembros pueden dedicarse a actividades políticas y cargos en la administración pública.
En correspondencia, las iniciativas civiles para dialogar e interactuar con los militares, siempre y cuando se atengan a los términos legales, resultan útiles para estrechar los vínculos entre éstos y el resto de la población. No es éste el caso, por desgracia, de la deplorable pretensión de la jerarquía eclesiástica católica --recientemente conocida por la opinión pública-- de establecer instancias regulares de adoctrinamiento al interior de las fuerzas armadas, que atenta contra el estatuto institucional de éstas.
Por último, el ingreso de militares retirados a un partido de oposición es ciertamente un dato sin precedente en varias décadas y, en esa medida, revelador de la evolución política del país, pero no por ello debe ser motivo de preocupación o sospecha. El propio Revolucionario Institucional ha postulado en diversas ocasiones a oficiales en situación de retiro para cargos de elección popular, sin que ello implicara quebrantar la ley o vulnerar el carácter apolítico de las fuerzas armadas, que ha sido, y debe seguir siendo, pieza central en la estabilidad institucional de la nación.