La Ley Antiterrorista peruana ha dado pie para cometer detenciones arbitrarias y torturas
Mireya Cuéllar, enviada, Lima, 14 de enero Ť Arturo Encarnación Nieto era estudiante del cuarto semestre de derecho en la Universidad de San Marcos. Fue detenido el 18 de noviembre de 1992, acusado de trabajar para el Socorro Popular --el aparato que daba ayuda jurídica y médica a los senderistas que iban a prisión. Casi tres años después, en junio de 1995, un tribunal sin rostro lo declaró inocente. Arturo nunca se enteró. El 24 de abril, dos meses antes, había muerto de una tuberculosis que contrajo en prisión.
Estos son los rasgos de una de las historias comunes del Perú de Alberto Fujimori, documentadas por organismos de derechos humanos. Por ellas desfilan mujeres violadas y torturadas, periodistas acusados de hacer apología del terrorismo, muchos de ellos y ellas condenados a 4, 10, 30 años de prisión y que tiempo después -en algunos casos años- fueron liberados, resultando que eran inocentes.
En Perú hay una ley que rompe toda la estructura de los procesos penales comunes y se convierte en la reproducción moderna del sistema inquisitorial: el Decreto-Ley número 25475, mejor conocido como Ley Antiterrorista.
Fue decretada en mayo de 1992, un mes después del histórico golpe de Estado ``civil'' de Fujimori, que le permitió, al desaparecer el Congreso, emitir una serie de leyes especiales -planteadas como temporales- con el argumento de vivir un ``estado de emergencia''.
Efectivamente, la nación vivía una situación díficil. Sendero Luminoso controlaba pueblos enteros del país, y quienes pasaron por la prisión de Yunamayo todavía recuerdan cómo la tropa senderista encarcelada marchaba todos los días por los patios y rendía honores a Osmán Morote, el más importante de sus dirigentes preso en ese entonces. Los carceleros preferían mantenerse al margen; estaban literalmente aterrorizados ante la eventualidad de que Sendero les pusiera fecha en su lista negra.
Cientos de atropellos
La Ley Antiterrorista ``ha dado pie para cientos de atropellos'', dice Miguel Jugos, subdirector de la Asociación Pro-Derechos Humanos. Sus cálculos son que de 10 mil personas que llegaron a estar acusadas de terrorismo en los años 92-93, 46 por ciento fueron puestas finalmente en libertad por ser inocentes.
Cuando un ciudadano es aquí sospechoso de ser terrorista, pierde todas las garantías constitucionales. No tiene derecho a ningún tipo de libertad condicional; la policía se lo puede quedar hasta 15 días antes de fincarle cualquier cargo (por ello pudo tener incomunicado cuatro días al periodista japonés que incursionó en la embajada); los civiles son sometidos a juicios en el fuero militar; se les puede acusar de ``traición a la patria'' y ser condenados a cadena perpetua, entre otras cosas.
Las penas, cuando está de por medio el terrorismo, son muy severas. Un homicida común puede salir de prisión en 10 años, pero un ``colaborador de terroristas'' (quizá un campesino que a punta de fusil se vio obligado a dar alojamiento o comida a los senderistas en su alejado pueblo) podría pasar hasta 30 años en prisión.
La edad punible para los casos de terrorismo era -hace poco se hicieron algunas modificaciones- de 15 años y es prerrogativa de la justicia presentar o no a los condenados por terrorismo vestidos con trajes a rayas y enjaulados, como todo el mundo pudo ver a Abimael Guzmán, el máximo líder de Sendero Luminoso, cuando fue capturado.
El 21 de abril de 1995 se publicó la Ley 264447, que restablece en 18 años la mayoría de edad penal en los casos de terrorismo y restituye el derecho de los detenidos a ser asistidos por un abogado defensor desde el momento de la captura. Esta norma también establecía la eliminación de los tribunales sin rostro desde el 15 de octubre de ese año. Sin embargo, el gobierno hizo un nuevo decreto para prorrogarlo hasta octubre de 1996 y, nuevamente, se mantuvo hasta octubre de este año.
Esto último se hizo pese a que, por las críticas de diversos organismos internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ante la ONU el gobierno de Fujimori fue instado en febrero de 1995 a suprimir la institución de los ``jueces sin rostro''.
La Ley Antiterrorista establece también un régimen carcelario con restricciones extremas, tales como visitas una vez al mes, media hora de sol al día, negación absoluta de beneficios penitenciarios y total aislamiento durante el primer año de condena (no pueden ver a nadie). Estas medidas legales han sido utilizadas por el gobierno como un mecanismo de negociación política; Abimael Guzmán firmó un acuerdo de paz a cambio de un poco de flexibilidad.
Los casos de inocentes condenados a pasar la vida en prisión como terroristas llegaron a ser tan escandalosos, que el 28 de agosto pasado el gobierno creó una comisión ad hoc -ley 26655- que se encarga de revisar esas situaciones y hace una propuesta de indulto, mismo que Alberto Fujimori otorga.
En sus cuatro meses, la comisión ya dio con 107 casos ``excepcionales'' de inocentes a quienes se les indultó. Hoy esta comisión informó que ya hizo llegar al presidente 10 nuevos expedientes.
Otro de los inconvenientes que enfrentan los acusados de terrorismo es que ningún abogado quiere defenderlos, y esa tarea la han tomado grupos defensores de derechos humanos. La Asociación Pro-Derechos Humanos logró en los últimos cinco años la liberación de mil 600 personas que estaban en dicha situación.
Miguel Jugos dice que los peruanos han vivido a dos fuegos. Pueblos enteros padecieron en los últimos 16 años de ``terror'' el azote de Sendero Luminoso, pero también el del ejército: ``Llegaban los senderistas y mataban a quienes se negaban a darles alimentos; se enteraba el ejército de que en tal pueblo habían estado los rebeldes y ejecutaba a quienes los habían alimentado, aunque lo hubiesen hecho contra su voluntad''.
El eje de todo este entramado del terrorismo, insiste Miguel Jugos, es que el problema estructural de pobreza que permitió a Sendero reproducirse no se ataca. El grupo armado encontró en los jóvenes más pobres de la selva peruana a sus militantes más decididos a matar, pues los ideólogos como Guzmán son citadinos de clase media alta.
Según cifras oficiales, que en estos días se han querido maquillar, 20 por ciento de los peruanos se hallan en la extrema pobreza y 50 por ciento están catalogados como pobres. El país tiene un territorio muy accidentado, partido en dos por la cordillera de los Andes y sus casi 24 millones de habitantes viven en su mayoría en pequeños poblados incomunicados.