Una mirada descuidada sobre la pintura de la austriaco-mexicana Ilse Gradwohl podría hacer caer al espectador en el malentendido de que su pintura pudiera colocarse al lado del informalismo, es decir, de ese arte que asume que la forma deriva directamente de la persona del artista, de su ánimo, de sus tensiones y que es tanto más válida cuando no haya elementos de interferencia entre el acto creador y el resultado sobre la superficie en que se plasma. Los 22 óleos que ahora presenta en el Museo de Arte Moderno no permiten ese entendimiento desviado. La serie de obras, del 96 con excepción de cinco que corresponden a 93, 94 y 95, no dejan lugar a dudas sobre una artista que construye rigurosamente su obra, a partir de una sabiduría que ahora se muestra más firme: aunque no deje de haber, aquí y allá, zonas específicamente dejadas a lo azaroso (de donde se justifica quizá el inicio de este párrafo) e incluso, aunque parezca extraño tratándose de pintura abastracta, un espacio de leve humor.
Informalismo que apenas puede encontrarse quizá en algunos de los dibujos y acuarelas --no expuestos-- que ilustran el muy digno catálogo con textos de Teresa del Conde y de Juan García Ponce. Ese trabajo azaroso está quizá en la base, es el punto de arranque de las construcciones equilibradas y sutiles que son los óleos.
Estamos frente a una pintura abstracta, lírica, que sólo esporádicamente introduce ciertos elementos geometrizantes o ciertas formas codificantes. Se mueve, por decirlo así, en el terreno de la libertad abierta, cuya contención no existe sino en lo interior de cada una de sus obras: en la posibilidad de conformar un objeto capaz de establecer su sitio en el mundo y de provocar reacciones, lecturas, imágenes en el espectador.
Ese es quizá el reto que asume Ilse Gradwohl. El de realizar construcciones sólidas, capaces, con peso verdadero haciéndolo a partir de elementos formales que se antojan demasiado sutiles, sin por eso perder la carga de frescura y espontaneidad que le es propia y que permea su trabajo.
Tal vez en los dípticos o las series puede percibirse más el sentido de erección del objeto pictórico. Pienso, para ejemplificar, en Cuatro poemas de amor, cuatro obras del mismo formato (100 por 85 cm); el primero es casi totalmente rojo, apenas aparece hacia los extremos un fondo claro, el bermellón está aplicado con pinceladas anchas, libres, con una especie de escurrimiento en la parte central baja, pero en sentido horizontal se impone una zona específica, ancha, que contiene el lirismo excesivo, y allá en el ángulo superior izquierdo unas sutiles manchas oscuras que, en cambio, rompen la seriedad o rigidez. En el segundo campea una forma geometrizante en el centro, que de alguna manera expande su reflejo a través de veladuras sobre lo que ahora sí puede ya --con más certeza-- llamarse ``fondo''. En el tercero, la forma roja se ha como caído abajo a la derecha, casi desaparecida, y deja a la otra superficie clara (partida en dos, lo que casi sugiere un horizonte) todo el campo. Y en el cuarto la forma roja es anulada por la incursión de pinceladas blancas. Vemos en la serie --y la referencia a poemas de amor no es vana-- cuatro construcciones posibles a partir de esa precariedad de elementos. La fuerza de los cuadros no reside sólo en la composición ni en el juego de oposición fondo-forma, sino en la manera delicada con que está trabajada sabiamente la superficie pictórica: como si lo uno no pudiera --de hecho no puede-- existir sin lo otro.
Otro ejemplo podría ser Flashback, díptico que une un espacio casi blanco (esos blancos suyos tan cuidadosamente matizados), con otro en tonos más sombríos donde se abre espacio una forma azul. O la serie Mnesis (1995), que da nombre a la exposición.
Forma y fondo. Las construcciones de Ilse parecen responder a ese juego de opuestos y resolverse en él. El ``objeto'' puede ser muy variado, una forma geometrizante, un dibujo con resonancias de escritura, varias formas más o menos conformadas, a veces apenas un golpe de pincel. Pueden ser predominantes en el espacio o sólo sugerencias que le dan sentido (Mnesis II, por ejemplo). Una forma almendrada, que en ocasiones consta de dos colores o bien se ``abre'' como una semilla, es una aparición frecuentemente repetida.
En esa ambigüedad construida parsimoniosamente por Ilse Gradwohl, ejercida a partir de una sabiduría pictorica adquirida sin prisa pero sin pausa, con el cuidadoso manejo de la estructura y el refinado tratamiento de la superficie pictórica, la pintora erige su obra y la propone al diálogo del espectador: con el objeto ante todo, y a través de él con ella y con el mundo. Que cada quien recoja lo que pueda: las condiciones están dadas.