Philip Glass tiene un problema. O para decirlo con propiedad y justeza, yo creo que él tiene un problema: se le odia o se le ama, pero a nadie le es indiferente. Esto pudiera parecer ventajoso para el minimalista de Baltimore, si hemos de creer aquello que dice el añejo vals peruano: odio quiero más que indiferencia. Sin embargo, es bien sabido que la polarización extrema en cuestiones artísticas suele llevar al fanatismo, y de ahí a la ofuscación total hay un paso tan corto como un semitono. ¿Llegará el día en que apologistas y detractores de Philip Glass se enfrenten sobre un escenario en una batalla campal con la intención (probablemente inútil) de dirimir cuestiones relativas al valor real de su música en nuestro tiempo? Pensándolo bien, esta hipotética batalla bien podría ser el germen argumental de una ópera minimalista.
Para cualquier intento de aproximación al peculiar fenómeno de Philip Glass, es menester recordar que las dificultades comienzan desde la posible definición de su posición creativa. Tal definición es tan multiforme y numerosa como diccionarios y enciclopedias hay. De la más cercana y cómodamente accesible extraigo este párrafo:
``Philip Glass. Uno de los más provocativos y exitosos músicos de la vanguardia extrema, Glass ha desarrollado un arte musical propio (a veces llamado minimalismo a veces estado sólido) en el que combina ciclos rítmicos de la India y otros recursos idiomáticos de músicas no occidentales con estructuras interválicas abstractas, prácticas armónicas o modulatorias de Occidente reducidas a su esencia mínima, y el rock, en ocasiones a través de gigantescas composiciones que requieren cuatro o más horas para su ejecución.''
Sí, el descifrar este párrafo requiere de otra enciclopedia, pero prefiero abandonar la vena académica y entrar de lleno en lo especulativo. ¿Cómo un compositor entrenado en Juilliard a base de generosas dosis de dodecafonismo se convirtió en el Mesías del minimalismo? La combinación de ingredientes que lo lograron es compleja y, quizá, explosiva: París, estudios con Nadia Boulanger, viajes a la India, Tibet, Túnez, Marruecos, encuentro con Ravi Shankar y su colega Alla Rakha, formación de un ensamble para interpretar su música, asociación con artistas marginales y vanguardistas de disciplinas diversas. Hacia la década de los setenta, Glass había logrado participar de lleno en ese fenómeno que los mercaderes de la música llaman crossover: su música ya no atraía sólo a los iniciados de la música contemporánea, sino que comenzaba a llegar también a los fanáticos del rock y manifestaciones similares, así como a algunos sesenteros trasnochados. Tal público creció notablemente cuando Glass dio dos pasos importantes en su carrera: comenzó a escribir óperas, y se metió de lleno a la multimedia. El medio es el mensaje (o el masaje, según la necesidad) y la música de Philip Glass inició su camino de penetración en públicos variados y numerosos.
Y por más que sus detractores digan de él que es un mercenario, lo cierto es que en muchas de sus obras hay combinaciones sonoras fascinantes, realmente inolvidables. Es evidente que en esto juegan un papel muy importante la memoria y la repetición, elementos fundamentales en toda la música de Glass y en la de sus colegas; por ello, de lo menos que se les ha acusado en la corte de la opinión pública es de la práctica inmisericorde de la homofonía catatónica. No menos importante es la habilidad de Glass para sentirse igualmente cómodo en la creación de música abstracta que en la composición de partituras dedicadas a acompañar todo tipo de imágenes. Ejemplos notables de ello, sus músicas para las películas Koyaanisqatsi, Powaqqatsi y Anima mundi, del cineasta Godfrey Reggio. Sí, mis amigos críticos de cine afirman contundentemente que estas tres cintas no pasan de ser envejecidos happenings audiovisuales para jipitecas retro. Pero el hecho es que hace unos años, cuando las dos primeras se proyectaron en el Teatro Julio Castillo con sus músicas interpretadas en vivo por el Ensamble Philip Glass, las multitudes (yo entre ellas, confieso) abarrotaron el lugar con singular gusto. (Aclaro, en honor a la verdad: ello no garantiza nada, porque otras multitudes abarrotan el vecino Auditorio Nacional para oír a Lucero, Mijares, Miguel Angel Cornejo y otros gorditos realmente soporíferos).
Así, cuando me pongo a escuchar fragmentos de Einstein en la playa o de Satyagraha, o me dejo llevar por la hipnosis sonora de obras de Glass como Itaipu o El cañón, o cuando me encierro a ver y oír otra vez alguna de las películas citadas arriba, el consecuente disfrute va acompañado por una singular mortificación cuando recuerdo que algunos de los intérpretes y compositores a quienes más respeto, hablan pestes de Philip Glass y su música, descalificándolo con lapidarios y muy bien fundamentados conceptos. Todo lo cual me hace pensar que quizá la música de Philip Glass sea, después de todo, uno de esos placeres culpables que, a la luz de la crítica severa e inflexible, no muchos de sus practicantes confesamos públicamente. Por lo pronto, los últimos días de enero y los primeros de febrero ofrecerán una oportunidad más, a través de interpretaciones de La bella y la bestia en Bellas Artes, de lanzar al aire la pregunta: ¿qué onda con Philip Glass? Se aceptan respuestas de todo tipo en esta misma columna.