A Adelfo Regino
La seriedad con que el presidente de la República asume sus compromisos está en entredicho.
En el mensaje ``importante y confidencial'' que en el pasado mes de diciembre envió al EZLN, Ernesto Zedillo solicitó un plazo para definir la posición del Ejecutivo federal sobre la propuesta de iniciativa de ley en materia de derechos y cultura indígena elaborada por la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) con base en los Acuerdos de San Andrés, pues necesitaba aclarar dudas consultando a especialistas (La Jornada, 7 y 9 de diciembre 1996). La respuesta presidencial no fue el si o el no que esa Comisión de legisladores había pedido a las partes; tampoco fueron las anunciadas observaciones a la propuesta de la Cocopa. El presidente de la República, dejando de lado la iniciativa que recibió y haciendo caso omiso de los Acuerdos del 16 de febrero de 1996, envió al EZLN un documento llamado Propuesta del gobierno de reformas constitucionales en materia de derechos de los pueblos indígenas que, según la Secretaría de Gobernación, el gobierno estaba dispuesto a discutir. (SG, 11/01/97.)
Hasta donde se tiene información, el documento redactado por la Cocopa surgió como solución aceptada por las dos partes, luego de que en noviembre del año pasado los legisladores conocieron sendas propuestas: una de reformas al texto constitucional presentada por el EZLN y otra, completamente distinta y contraria, procedente de la Secretaría de Gobernación.
La Comisión de legisladores, integrada por diputados y senadores de todos los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión, ciertamente está facultada para presentar la iniciativa de reformas constitucionales que redactó con la anuencia del EZLN y del gobierno federal. De hacerlo así, el Legislativo podría ufanarse de su independencia respecto del poder Ejecutivo federal pero, si éste se obstina en hacer aprobar su versión de los derechos indígenas, o el presidente de la República decide promover el voto en contra de la iniciativa de la Comisión de legisladores, lo puede fácilmente conseguir haciendo --una vez más-- uso de su mayoría, es decir haciendo uso de la autoridad real que hasta ahora le han reconocido los miembros disciplinados de su partido.
Sobra decir que esa autoridad real tiene mayor peso en tiempos en que como los actuales, el futuro político de muchos priístas depende de la distribución de las candidaturas que en estos días se deciden para ocupar puestos de elección popular durante los próximos tres o seis años. El veto presidencial puede ser el fin de la carrera política de cualquier priísta que aspire a un cargo de elección popular o a un puesto relevante en la administración pública federal.
En la historia contemporánea de México no se cuenta con ejemplos que permitan anticipar la suerte de una reforma constitucional aprobada contra la voluntad del presidente de la República, pero en ese supuesto caso, no es imposible imaginar que los derechos y beneficios que pudieran derivarse de una legislación justa, podrían ser cancelados en la práctica, si eso decide hacer el gobierno central, es decir, el poder Ejecutivo conocido como federal, y extendido a los niveles estatal y municipal. Salvo, que esa legislación contara con el respaldo de la mayoría de la población, y ésta hiciera valer su convicción.
Si es grave que se desconozca el contenido de los Acuerdos de San Andrés, quizá más trascendente por sus consecuencias es que, con el desconocimiento gubernamental de lo que hasta ahora había aceptado se anula de hecho la validez del procedimiento del diálogo, discusión, negociación y aceptación de las dos partes, procedimiento que de haber continuado sin tales obstáculos podría haber llegado a la eventual firma de los acuerdos de paz.
Entre la formalidad de la división de poderes y la realidad del presidencialismo autoritario, se encuentra paralizado el proceso de diálogo que conduciría a una paz acordada en México, porque el gobierno federal pretende desconocer lo acordado con el EZLN y la Cocopa. El saldo es negativo para el presidente de la República, pues, los cambios de actitud y las declaraciones contradictorias del Ejecutivo, en éste y en otros asuntos de interés nacional, ponen en duda la credibilidad de los compromisos presidenciales y hacen desconfiable cualquier acuerdo que firme el gobierno federal.