La nueva crisis plantea la necesidad de reflexionar sobre la estrategia para sanear ese proceso y darle una nueva orientación que conduzca al anhelado objetivo de alcanzar una paz justa. Tienen razón los que señalan que el futuro del diálogo está muy ligado con la concreción de los únicos acuerdos firmados hasta hoy. Sin embargo se han expresado diversas posiciones, que van desde los que imaginan peligros desproporcionados y dibujan escenarios acerca del riesgo que puede implicar la autonomía de rango constitucional. Más que de argumentos jurídicos, da la impresión de que estas posiciones están dictadas por la lógica de la discriminación y el racismo, que muchos mexicanos lamentablemente comparten respecto a los pueblos indígenas.
Hay quienes confunden la importancia de lograr un Estado de derecho incluyente, que refleje la pluriculturalidad, y señalan que el problema radica únicamente en la extrema pobreza de los pueblos indígenas; que el reconocimiento de sus derechos encubre actitudes demagógicas, porque ha costado mucho, dicen, consolidar en el país el principio de la igualdad jurídica. Otros abundan en cuestionamientos a la materia propiamente indígena y se erigen en jueces de culturas que desconocen. Si a este ambiente de airadas confrontaciones sumamos las dirigidas contra el EZLN, observamos que se está construyendo un escenario muy peligroso, que obstruye el camino del diálogo y del consenso.
Lo cierto es que el gobierno firmó unos acuerdos y que a casi un año no se logra la cabal aceptación de sus implicaciones constitucionales. Para quienes desconocen la realidad indígena puede parecerles intransigente o incluso injusta la posición del EZLN, sobre todo si al comparar los textos observan que se trata en algunos casos de un cambio de palabras: en lugar de ``convalidar'' los sistemas normativos, las autoridades jurisdiccionales tendrían que ``homologarlos''. Ahora hasta han aparecido juristas que dicen que se ignora que ``homologar'' es mejor, porque supone previa validez de los sistemas.
Pero la divergencia no queda ahí, pues el gobierno cuestionó también el concepto de ``sistemas normativos'' y propuso ``normas, usos y costumbres''. Tampoco es lo mismo comunidad con estatuto de derecho público que de interés público.
Otro problema se refiere al uso y disfrute de recursos naturales, a los que el gobierno agregó un candado que los limita a las tierras y los condiciona al señalar ``respetando las formas, modalidades y limitaciones establecidas para la propiedad por esta Constitución y las leyes''. Aquí el asunto se complica no sólo jurídica sino políticamente. No tendría que acotarse de esa manera, si consideramos que se habla de uso y disfrute, y no de propiedad de los recursos naturales. Pero además parece ajeno a la mínima sensibilidad política traer a cuento una limitación que en otras palabras diría: ``se reconoce el uso y disfrute de recursos naturales, siempre y cuando se respete el artículo 27 constitucional reformado''. Lo que es una rudeza innecesaria, porque en primer lugar en la Constitución todas las normas tienen el mismo valor, y cuando se plantean conflictos está la Suprema Corte para dirimirlos, así se trate de propietarios que se consideren afectados por el uso y disfrute de recursos naturales. En segundo lugar porque es de todos conocido que en la mesa de derecho y cultura indígena, y en la Consulta Nacional organizada por los poderes Ejecutivo y Legislativo, se planteó la necesidad de reformar el artículo 27 constitucional. En San Andrés se aceptó que quedara pendiente, pero el gobierno no puede pasar por alto que se trata de una demanda muy sentida de los pueblos indígenas.
Los problemas no quedan ahí. Al suprimir el concepto de pueblo indígena y el de territorio de la propuesta de la Cocopa, el gobierno cuestiona el Convenio 169 de la OIT, ratificado por México. El resultado es que aunque se mencione el derecho a la libre determinación, expresado en un marco de autonomía, de entrada se limita al señalar que será ``respecto a sus formas internas de convivencia y de organización social, económica, política y cultural''.
La Cocopa tiene en realidad muy poco margen de maniobra. Aceptar modificaciones sustantivas a su texto original, además de implicar el rechazo zapatista, significa reconocer que San Andrés no fue una negociación, sino una consulta. Urge que los sectores más amplios de la sociedad demanden al gobierno federal el retiro de su contrapropuesta y que en todo caso plantee observaciones que enriquezcan la que ha elaborado la Cocopa.