MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
El anfitrión
Para Claudia y Martín
Van cuatro veces que Carola marca el mismo número telefónico y aún no ha logrado comunicarse con su marido. Su frustración sería menor si la telefonista no le respondiera con ese tono que parece el ronroneo de un gato. A los compañeros de Gerardo les fascina. Carola lo ha oído decir en las fiestas, después que ellos se tomaron cuatro o cinco pintaditos. A ella, en cambio, le parece repugnante: ``Oye, ¿qué le pasa a esa tipa? Contesta como si estuviera envuelta en sábanas de seda. Te advierto que da muy mala impresión''.
Gerardo nunca presta oídos al comentario. Eso vuelve suspicaz a Carola, sobre todo en ocasiones como ésta, cuando marca el teléfono de su marido y la voz pegajosa de la empleada, luego de prometerle que la comunicará ``en un segundito'', la deja esperando largos minutos y, para colmo, sometida al tormento de oír la versión para imbéciles de El anfitrión: tralalalá, lalá, lalá...
Carola hace un nuevo intento. Apenas oye los acordes, azota el auricular. Exhausta, se pregunta por qué las cosas no pueden ocurrir como en las películas o en las telenovelas. Por semejantes que sean a la vida real, en ellas nunca suceden cosas realmente desagradables y humillantes: las heroínas obtienen inmediata respuesta telefónica, como si toda la red de comunicaciones se hubiera tendido sólo con el fin de pescar su voz; los galanes nunca se bolsean para buscarse los cigarros, llevan monedas fraccionarias que no les deforman los bolsillos y siempre son generosos con los meseros. Gerardo, en cambio, anoche estuvo terrible y la exasperó. Hoy le urge hablarle para disculparse por la rabieta.
El consuelo de Carola es el comentario que hizo su hermana cuando le relató por teléfono el incidente en el restorán: ``¿Qué horror! Si yo hubiera estado en tu situación habría querido que me tragara la tierra''. Eso, exactamente eso sintió Carola cuando Gerardo revisó tres veces la cuenta, la comprobó con su calculadora
--desde diciembre la lleva en el bolsillo-- y luego sacó el monto exacto de la propina.
Lo peor fue que le exigió al mesero los tres pesos en que la propina rebasaba el quince por ciento. Carola quiso adoptar un tono juvenil cuando le dijo: ``Mi amor, son tres pesos, ¿qué más da?'' No lo hubiera hecho. Gerardo respondió en voz alta: ``No voy a permitir que ese tipo abuse. Además, a mí nadie me regala un centavo''. Cuando salieron del restorán Carola sintió las miraditas de los comensales --figuras esbeltas, melenas lustrosas, botellas de agua mineral sin gas-- y hasta escuchó algunas risas burlonas.
Carola se avergüenza sólo de recordar lo que le dijo a su marido apenas estuvieron solos. La frase menos hiriente y más estúpida fue el prólogo de su huida hacia el cuarto de las niñas: ``Si hubieras salido con la tipa del teléfono jamás habrías hecho el ridículo sacando tu maldita calculadora''. Al insistir cometió un error grave. Ocurre siempre que olvida los consejos de su madre: ``Nunca le digas a un hombre de quién tienes celos porque si antes no había visto a la fulana, ahora comenzará a mirarla''. A lo mejor Gerardo nunca ha reparado en la ``tipa de la voz de sábana'' pero después de que ella le dirigió sus dardos, ¡quién sabe!
Exhausta por la mala noche y los negros pensamientos, Carola enciende su computadora. El altero de hojas que debe capturar la hace arrepentirse de haber colocado un letrero en la puerta de su casa: ``Trabajos profesionales''. Desde que ideó ese recurso para conseguir un poco de dinero sin salir de casa, se ha vuelto esclava de estudiantes y desempleados que le dejan textos ásperos, currículos, registros contables. Ahora mismo tiene que vaciar un chorizo de números. En las condiciones en que se encuentra las cifras se le confundirán y tendrá que repetir quién sabe cuántas veces el trabajo.
``¡No puedo seguir así!'' Su grito y el puñetazo con que lo acompaña asustan a Pellizco el gato que, erizado y molesto, desaparece por la ventana. ¿No puede ella hacer lo mismo? Salirse, no en busca de sol sino de Gerardo. La reconciliación bien vale el largo viaje en Metro. Hará eso y más con tal de no exponerse a oír ``la voz de sábana'' y la versión para imbéciles de El anfitrión. ``Con lo que me gustaba ese ragtime'', murmura camino al tocador.
Aun cuando muchas veces ha tenido deseos de hacerlo, Carola nunca ha visitado la oficina de Gerardo. No sabe qué actitud adoptar. Sería feliz si pudiera reproducir el comportamiento de sus heroínas cinematográficas: seguras, irrumpen en el ámbito de trabajo de sus maridos; con un salto gracioso ocupan una esquina del escritorio, cruzan la pierna y dicen: ``Pasé por aquí y pensé que podríamos comer juntos''. Mientras espera el elevador, Carola se promete que actuará como una diva, a excepción del saltito: con su inseguridad y el cuello anquilosado por la falta de ejercicio, sería posible que cayera al suelo y se diese un sentón.
La sobresalta la voz del elevadorista: ``¿Qué piso?'' ``Siete'', responde con el tono decidido de una mujer que conoce el mundo y sabe enfrentarse a sus errores. Se pregunta si no será uno, y grave, llegarle por sorpresa a Gerardo. ``Siete'', le dice al empleado sin apartar los ojos de Vaquero y ella no tiene más remedio que salir al pasillo.
Carola ve una serie de puertas. De ser una heroína de película sabría a cuál dirigirse. Permanece unos segundos inmóvil hasta que a sus espaldas escucha una pregunta: ``¿Puedo ayudarla en algo?'' Carola siente un golpe en el estómago cuando reconoce ``la voz de sábana'', pero oculta su antipatía bajo una sonrisa: ``vengo a ver al licenciado Ibáñez''. Cuando la recepcionista se pone de pie, acepta que ``no está mal'' pero no es la modelo 90-60-90 que había imaginado. Comprobarlo aumenta la seguridad de Carola; sin embargo, registra un nuevo tambaleo cuando la empleada le pregunta: ``¿A quién anuncio?''
Después de unos segundos de silencio Carola sonríe: ``¿De veras no me reconoce? Pero si esta mañana hablamos cuatro veces...'' La muchacha se lleva las manos a la boca: ``Ay, ¡qué pena! Discúlpeme, pero es que aquí oímos a tantas personas... Enseguida le informo al licenciado''. Con toda la seguridad que le concede su papel de esposa, Carola se lo impide: ``No. Quiero darle una sorpresa. Sólo indíqueme cuál es su oficina.''
Ver junto a la puerta la plaquita metálica con el nombre de su marido llena de orgullo a Carola. Sonríe, decidida a anunciarse con un golpe suave, pero se queda con el puño en el aire cuando escucha un inconfundible gemido: es de placer, ¡Si lo sabrá ella! Su desconcierto aumenta cuando oye la voz de Gerardo: ``¡Qué linda, qué preciosa! Por tenerte soy capaz de todo. Sé muy bien que mantener una chulada así cuesta mucho, pero no me importa...'' La frase basta para que en el recuerdo de Carola aparezcan las escenas de la noche anterior. Ahora lo entiende todo: la revisión de la cuenta, el pleito por tres miserables pesos. ``¡Qué línea, qué bruto!'' El hombre termina de expresar su admiración con un largo silbido.
Carola siente mareo. ¿Qué debe hacer? Darse la vuelta, regresar a su computadora y fingir que no sabe nada. Se conoce. Un día, quizá después de muchos años, romperá el silencio. ¿Para qué esperar tanto? ¿Por qué no enfrentar, de una vez por todas, la realidad? La frena el recuerdo de su madre, pero la voz lejana que le aconseja meditar es menos fuerte que la que sale de su boca, ``¡Eres un infeliz, un miserable...'', y el golpe con que abre la puerta.
Gerardo apenas tiene tiempo de retroceder hasta el librero. Allí permanece inmóvil, con las manos unidas a la espalda, mientras Carola va y viene, mirándolo todo. ``¿Qué buscas?'', pregunta al fin Gerardo. Carola suelta una risa fingida: ``¿No lo sabes? No, claro que tú nunca sabes nada. Dime ¿dónde está?''.
En medio de su ofuscación se da cuenta de que su esposo intenta aproximarse a la puerta y levanta el brazo: ``Ah, no, tú no te vas de aquí hasta que no me digas qué está sucediendo''. La sonrisa de Gerardo la exaspera y acrecienta su malicia: ``No te burles, no te burles porque soy capaz de... ¿Qué estás escondiendo? Son fotografías, ¿verdad? Dámelas''. Carola extiende la mano. Dócil, vencido, Gerardo deposita en ellas el folleto en colores donde aparece en todo su esplendor la nueva camioneta Dreamer. Al verla Carola siente el mismo disgusto que la sacude, en sus largas esperas telefónicas, al oír la versión para imbéciles de El anfitrión.