La Jornada Semanal, 19 de enero de 1997


México y su política teatral

David Olguín

En su obra Los plebeyos ensayan la rebelión, Günter Grass establece una inquietante relación entre teatro y sociedad: un director muy parecido a Brecht monta con virtuosismo una obra de Shakespeare sobre el poder, pero es incapaz de comprender la "pieza dramática" que lo rodea (la sublevación obrera en Berlín oriental). David Olguín no es ajeno a su entorno. Dramaturgo, editor y director teatral, se ocupa en este ensayo sobre la realidad que determina el quehacer teatral en México. A continuación, becas, subsidios y proyectos independientes son analizados y puestos en escena.



I

Una definición nada optimista de la política nos habla de ella como la ciencia del poder. Hablar de política teatral, desde ese punto de vista, no implica, por tanto, discutir el arte del bien común ni las maneras de alcanzar el desiderato en una República culta. Se trata, por el contrario, de entrar a un territorio de política artística real donde se dirimen intereses, programas estéticos e ideológicos y, a fin de cuentas, proyectos de teatro nacional. Implica, por tanto, abordar la difícil relación entre el teatro y el poder, los mecanismos del Estado para propiciar la creación y la difusión teatrales, y las relaciones del teatro con la política cultural del país. Este ensayo es una práctica de vuelo en torno a dichos temas, una reflexión que acaso ofrezca más preguntas que respuestas.

II

Los artistas, aunque sea más difícil en los terrenos del cine y el teatro por sus costos de producción, crean en última instancia con o sin la ayuda del Estado. Así ha sido en diversos momentos de la historia cultural de México en este siglo. Incluso podríamos señalar, aunque los casos sean menos, películas y proyectos teatrales que se han hecho en la periferia de los presupuestos estatales. Algunos de los más importantes movimientos culturales del país se han dado a contracorriente de las políticas del Estado. Esto no es una novedad: el gran arte suele ir a contracorriente de los que poseen el monopolio del poder e inevitablemente cuestiona el statu quo. Es más, me atrevería a decir que parte de nuestra producción artística se genera con el Estado en contra o, por lo menos, contando con su incomodidad. Esta relación entre el Estado y el arte es acaso la más recomendable, susbidios o no de por medio, para asegurar la independencia ideológica de los artistas con respecto del Estado.

La censura al teatro de arte ųtérmino que nos permite englobar a todo hecho escénico que asume una actitud de conocimiento y de testimonio profundo del comportamiento humanoų ha sido, durante años, una práctica soterrada y, a veces, muy presente en nuestro país. Aun subsidiado, el teatro de arte ha tenido una capacidad contestataria que, en el último sexenio y en lo que va del presente, se ha ido domesticando, acaso por su menor influencia directa en los públicos. Con muy contadas excepciones, al Estado ya no le incomoda el teatro. Es más, le otorga recursos con cierta generosidad, detalle que en sí mismo ya es digno de sospecha. ƑQué ha sucedido con nuestro teatro que Gobernación ya hasta permite que nuestro lábaro patrio ande entre manos de actores y se toque el himno nacional, como ocurrió en la puesta en escena de Los perdedores? ƑSerá que nuestra democracia a fuerza de tanta reforma electoral se ha perfeccionado y somos los únicos que no nos hemos dado cuenta? En algunos ayuntamientos en poder del PAN la censura busca sentar sus reales y revivir viejos tiempos, pero en la ciudad de México ni el Teatro Clandestino, con su legítima aspiración provocadora, ha logrado una comezoncilla en el aparato del señor gobierno. Los esfuerzos por llevar al público a nuestras salas de espectáculos están disgregados y, por tanto, al teatro se le vacuna, se le domestica, se le quitan los dientes, se le hace manso y se anula la posibilidad de cuestionar al espectador y, a través de él, de su pensamiento, de su acción, cuestionar al poder.

III

Ya es un lugar común, pero hay que repetirlo de nuevo porque a menudo se olvida: los más añejos defectos de la política mexicana se han reproducido durante años en la esfera de la política cultural del país. La práctica del clientelismo, el favor personal, el dedo sagrado, la máxima y única autoridad que impone su estética y su manera personal de gobernar, la conspiración tras bambalinas y hasta una que otra práctica del "ratón loco" para impedir que el enemigo llegue a la preciada, a la bendita silla donde se firman los presupuestos. En la firma de convenios siempre hay un Perfecto Legorreta, el escriba de Santa Anna en Manga de Clavo de Juan Tovar, que hasta llega a sentarse en el lugar donde se sentará su jefe y coloca las plumas a la distancia adecuada para que el Tlatoani no se arrugue el saco y se puedan verificar, pulcramente, todos los procesos de la normatividad. Bajo esta lógica, para hacer teatro se requiere de manera obligada "estar en la jugada", "sacarse la rifa del tigre" o "ser el ajonjolí de todos los prespuestos".

Todo este folclor no sería más que eso, especímenes sociales que le dan sabor al retrato del poder y la cultura en México, si no fuera porque nuestra realidad teatral, si se me permite el uso de un pleaonasmo, es dramática. La historia reciente del teatro de arte en este país consigna su desvinculación del público, su desconfianza de las instituciones estatales, su batalla desigual contra los marcos ideológicos y estéticos de la televisión privada. Es un teatro que arrastra una larga crisis en los centros de enseñanza y padece la ausencia de una "nación teatral". Aunque este concepto podría ser objeto de una discusión aparte, lo cierto es el desamparo en que sobrevive la mayoría del teatro que se produce fuera del Distrito Federal.

Durante años, la política teatral del país, como parte de un mal endémico, fue centralizada. Hay claras señales de que el aparato de producción teatral del Estado se fue desquiciando. Producciones multimillonarias, Compañías Nacionales sin elenco estable, neoliberalismo y obsesión por la recuperación económica, multiplicación de apoyos de a dos centavos, etcétera, etcétera... La enumeración de problemas, a estas alturas, es como haber descubierto el agua tibia. Se ha repetido hasta la saciedad en foros, mesas redondas, encuentros y demás reuniones que sirven de pretexto para dar rienda suelta a nuestra depredadora crítica. Al paso del tiempo, constato la claridad que tenemos la gente de teatro para enumerar males y la miopía para proponer soluciones. Pero Ƒpor dónde empieza el problema? ƑEn la escuela? ƑEn la tradición? ƑEn la falta de proyectos? ƑEn la oficina del Príncipe? Y sobre todo, Ƒpor dónde podríamos resolver, de manera estructurada, tales problemas?


Algunos de los más importantes movimientos culturales del país se han dado a contracorriente de las políticas del Estado. Esto no es una novedad: el gran arte suele ir a contracorriente de los que poseen el monopolio del poder e inevitablemente cuestiona el statu quo.

Antes de aventurarme a una posible respuesta, me gustaría argumentar que el vigor del teatro de países como Alemania, Inglaterra, Estados Unidos y, en otros momentos, Chile o Argentina, se ha fundado en la pluralidad de propuestas de una comunidad teatral cercana a su público, en la capacidad de autogestión de la gente de teatro y, ante todo, en la existencia de una política teatral.

Los modelos a seguir son diversos y, a riesgo de parecer simplista, podríamos resumir varios de ellos: Inglaterra y sus subsidios selectivos, además del apoyo millonario a su Teatro Nacional y a su Royal Shakespeare Company. Estados Unidos y su natural desconfianza a los artistas, dejándolos a merced de las leyes del mercado y de su despiadada matemática, aunque el artista goza la posibilidad real, concreta como en ninguna otra parte, de recibir apoyos del capital privado. Los opulentos alemanes y su extraordinaria creación de teatros autónomos, con una legislación y un públicoya formado. O el sistema francés, que en un monólogo diría, como lo visualiza Giorgio Strehler: "Yo creo en la institución que se llama, supongamos, Comédie Française, o mejor dicho, acepto y mantengo esa institución con sumas enormes. Además mantengo doce teatros nacionales, algunos de los cuales están en París y otros esparcidos por todo el territorio, con criterios nuevos, todos dotados de una subvención institucional que puede ser levemente aumentada (o disminuida) pero que es sólida, y lo más importante, que se hace efectiva con retraso máximo de 15 días o un mes. Nunca ha sucedido que la subvención haya salido de las arcas del Estado con más de un mes de retraso. Y los directores de estos teatros", continúa Strehler, "son nombrados por el Ministerio de Cultura por dos o tres años, al final de los cuales pueden ser confirmados o bien sustituidos por otros. La responsabilidad de las selecciones es del Ministerio. Es un sistema que no es perfecto, es más, es discutible, pero al menos es un sistema", concluye Giorgio Strehler.

Antes de discutir nuestro difuso sistema, cabría reflexionar si el subsidio debe existir o no, pues deslumbrados por la política neoliberal del salinismo, la recuperación económica llegó a volverse un criterio central en muchas oficinas de producción teatral del Estado. Por mi parte, me atrevería a afirmar que, en términos generales, son pocos los proyectos de teatro de arte en el mundo que no están subsidiados de una manera u otra. Y cuando me refiero a un subsidio, no sólo pienso en el Estado protector sino en los patrocinios privados, sponsors o mecenazgos que aportan dinero a un tipo de teatro que, en realidad, en pocas ocasiones produce dinero. Cuando Peter Brook funda el Centro Internacional de la Investigación Teatral, en 1970, obtiene impresionantes subsidios aun cuandoél deseaba "hacer una hendidura... ir a contracorriente". Su sueño de estar en una posición de "subsidio total", lejos del "circuito del éxito", correspondía a una firme creencia: sólo cuando los aspectos comerciales y financieros del teatro son erradicados puede tener lugar la verdadera experimentación. Así ha ocurrido con algunos de los proyectos de experimentación más notables de nuestro país: el teatro de la Universidad de los años setenta y ochenta; el Centro de Experimentación Teatral en su primera época, con Luis de Tavira, y otros momentos y puestas memorables en el desarrollo teatral del país. Y aunque no todo en el teatro de arte debe obedecer a los criterios de una experimentación, es difícil ųy lo es doblemente en nuestro paísų enriquecerse cuando las prioridades de un proyecto son estrictamente artísticas o experimentales y, por tanto, susceptibles de "error".

En algo tengo la impresión de que coinciden los modelos de países con tradiciones teatrales más vigorosas que la nuestra: se han fortalecido con una política teatral coherente. No se trata de una justa repartición de los panes, sino de programas generales que deciden cómo se destinan los recursos a grupos, personas y proyectos de probada eficacia, quienes hacen, a su vez, un uso racional y puntual de los mismos. En esos países, la política teatral la aplican diversas instituciones privadas, el Estado, las compañías y grupos subvencionados. Pareciera existir, por así decirlo, una serie de políticas que nacen de muy diversos sectores pero con un marco que asegura la continuidad, la independencia y la autogestión de propuestas no regidas por una misma estética o ideología o visión del mundo, sino en contrapunto, como la realidad misma. Es decir, no se aspira a una política, un teatro, una nación teatral, un orden jerárquico, un partido único o, el extremo, una repartición de los panes sin ton ni son, pensando que así lo requieren tiempos de vocación democrática.

IV

A pesar de los intentos desesperados de gente de teatro que busca alternativas privadas contra la ineficacia de las instituciones, lo cierto es que el teatro de arte sigue dependiendo de las políticas estatales. Hemos dado un paso fundamental: independizarnos de la mentalidad patrimonialista. A tumbos, aprendemos la autogestión, con mayor o menor éxito, en proyectos como El Hábito, Telón de Asfalto, La Casa del Teatro, El Milagro, El Foro Teatro Contemporáneo, Teatro Arena, Teatro del Sótano y otras agrupaciones en el Distrito Federal y en los estados de la República.

El reclamo de los teatristas mexicanos por una autogestión de los recursos, ha dado pie a nuevas formas de financiamiento: los apoyos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, la Convocatoria Nacional de Teatro y la asignación de Teatros en comodato del Instituto Mexicano del Seguro Social. El nuevo principio intenta ofrecer la reclamada autogestión administrativa y los espacios teatrales para los artistas.

Hace ya seis años más o menos que se viene dando este cambio importante en la manera de definir la asignación de los prespuestos y los espacios teatrales. Proceder con cierta "justicia" en tal asignación, representa un primer paso hacia el establecimiento de una política reglamentada. Sí, los Príncipes han tratado de responder a los requerimientos de una comunidad teatral cada vez más grande ųque no por ello más vigorosaų y a los problemas de la profesión en nuestro país. Los tiempos del Príncipe absoluto han dado paso a otros tiempos. Se reparten los recursos con cierta justicia, aunque se reserven cuotas para ejercer el verdadero derecho político del que llega a Príncipe: la distribución personalizada del recurso,el favor que deberá ser retribuido o, también, la autopromoción impúdica que convierte a una institución en el escaparate que le da proyección a una carrera.

Con todo, pareciera que se preparan los pasos hacia una política teatral coherente en el país. Sin embargo, a seis años de aplicación de recursos "democráticos" en el terreno del teatro, cabría cuestionar los resultados. Hay becas, coinversiones, coproducciones y otros apoyos, pero a veces da la impresión de que se reparte sin ton ni son el dinero. Ya todos ųdigo, tampoco somos muchosų recibimos algo. ƑToca volverse a formar en la fila de las dádivas? Por ejemplo, el apoyo que se otorga mediante coinversiones, se proporciona a una puesta en escena y no a un proyecto artístico que pudiera llegar a asegurar la continuidad de un trabajo, una tradición, una corriente de pensamiento teatral, un discurso a fin de cuentas. La pregunta sería: una vez que termina el trabajo, Ƒqué sigue? ƑOtra puesta aislada?

Una política así se vuelve como la multiplicación de los panes en un país pobre como el nuestro: hay un poquito, muy poquito para todos, y de pronto mucho, pero mucho para unos cuantos. Esto se ve reflejado en la cartelera teatral: está absolutamente inundada de espectáculos improvisados que, por su cantidad, sólo en apariencia hablan de vigor teatral, pues las salas están vacías. De ahí que me pregunte: Ƒes del todo adecuado el apoyo por puesta?, o si, por lo menos, paralelo a este tipo de apoyos, no debería fortalecerse la asignación selectiva de los recursos bajo la idea de un programa artístico. La objeción a esta propuesta no es necesario expresarla. Es obvia. Ante la evidencia de nuestra tradición patrimonialista, Ƒquién decidiría tales asignaciones selectivas? Es obvio que si un Yo, el Supremo, llegase al lugar de Dios, beneficiaría exclusivamente a su camarilla. Pero para eso existen, como ya lo demuestra la práctica corriente del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, los consejos y los jurados plurales.

Por otra parte, las becas sin duda desahogan la economía de nuestros creadores y en la mayoría de los casos son justas y necesarias, pero Ƒcuántas de ellas se traducen en creación? Lo mismo cabría cuestionar de otro tipo de subsidios. Todo esto acusa la falta de un marco que permita la continuidad del trabajo teatral, pues el actual ųde una manera u otraų contribuye a pulverizar los recursos. El apoyo democrático es encomiable, pero el apoyo selectivo es raquítico, y es raquítico porque exige del Príncipe una postura, una serie de medidas no para que el Estado hable sino para que hablen los artistas, un proyecto que haga viable y fortalezca los proyectos con una trayectoria ya establecida y reconocida en nuestra comunidad teatral.

La falta de fondos no es una justificación para aplicar recursos carentes de dirección. Subsidiando todo o casi todo, se contribuye a alejar al incauto público que se anima a visitar las salas del teatro de arte, que ya de por sí están mermadas por la crisis. Si los recursos son pocos, con mayor razón exigen una política teatral que favorezca la creación de estructuras que vayan más allá del sexenio y del funcionario en turno.

No es que no reconozca el importante avance logrado por las coinversiones y convocatorias. De hecho son un paso importante hacia la asignación reglamentada de los recursos. Sin embargo, creo que son programas que no atacan el problema central de nuestro teatro en cuanto a su falta de estructuración. Tampoco permiten la continuidad de los proyectos. Nos dedicamos a hacer puestas aisladas, esfuerzos que aran en el mar y no procesos artísticos.

V

En nuestro país, el uso del singular es el lugar común en la política. Frente al Yo, el Supremo lucha el nosotros. La generación de Usigli, de Carballido, podía hablar, en su ideario, de un pueblo, una nación, de un teatro nacional con una posible dirección única. Ahora los nuevos vivimos, más que nunca antes, con la sensación de que en México hay varios países. Tenemos de todo. La multiplicidad es abrumadora: hablas diversas, pensamientos simultáneos, economías en extremos, visiones contrarias, polifonía, voces y gritos y proyectos de país en contrapunto. Arriba y abajo, historia y mito, política y metafísica.

Frente a esta visión, Ƒde qué hablamos? ƑDe una política o de varias políticas? Aunque el Estado mexicano reprodujo ad infinitum la entronización de muchos Yo, el Supremo en sus dependencias, acusa una enorme descoordinación entre sus protagonistas: pareciera que para un lado jala el Centro de las Artes y para otro la Coordinación Nacional, y no se diga coordinar en una acción a tantas dependencias que producen o coproducen teatro: el imss, el issste, la unam, el ddf, los consejos estatales, las casas de cultura y otros.

ƑUna política o varias? Desde mi punto de vista, requerimos de una política, una acción coordinada cuyas medidas tiendan a fortalecer organismos, sociedades, grupos, instituciones, teatros estatales que operen bajo los principios de autogestión. Es decir, una política que favorezca la aparición y el desarrollo de la diversidad. El vigor de nuestro teatro puede fundarse en la pluralidad de propuestas y en la independencia de los proyectos.

Las respuestas que está dando la "sociedad civil teatral" ųsi se me permite el términoų a la carencia de una política rectora y a la desconfianza que pesa sobre el Estado, son todavía débiles pero decisivas. ƑCómo garantizar la continuidad y fortaleza de tales proyectos en tiempos despiadados de economía de mercado? ƑCómo favorecer la aparición de otros proyectos que conjunten capacidad de autogestión y propuesta artística? En un país como el nuestro, con la ya sólida presencia de grandes maestros del teatro mexicano, con la fragilidad de nuestra precaria situación general, Ƒquién debería articular una política teatral coherente? El Estado, quizá, pero en relación directa con un interlocutor serio, con los artistas que verdaderamente han fortalecido el teatro de arte en nuestro país. La pluralidad es un signo de vigor teatral. Así sucede en las mejores tradiciones. Quienes dictan la política cultural del país requieren de consejos serios y los teatreros de madurez para aceptar decisiones que surgen de organismos reglamentados. El poder y la política siempre traen visos de corrupción, pero no es lo mismo un Yo, el Supremo, aunque sea un notable artista, que un artista o administrador cultural cuyas decisiones están acotadas por un consejo y, finalmente, por una seria vigilancia y un serio diálogo con los artistas.

Habría que reflexionar con mayor atención sobre las formas de estructurar una política que permita la continuidad de proyectos estables, la selección inevitable de los mismos, la planificación de una cartelera más selectiva sin que por ello se cancelaran oportunidades, la recuperación del público, la apertura de espacios a las propuestas de los recién egresados de las escuelas, etcétera. Pero la médula de un proyecto de esa naturaleza, desde mi punto de vista, radica en una política que favorezca de manera definitiva la autogestión. Creo que continuar exclusivamente con la política de asignación de prespuestos por puesta, por libro a publicar, por beca, por persona, sólo mediatiza, controla, perpetúa la dependencia y, como lo demuestra, por ejemplo, la cartelera de la ciudad de México con sus decenas y decenas de obras con logos oficiales, contribuye a la confusión y la distancia de los espectadores. Este tipo de política teatral puede dejar en paz a los artistas ųa fin de cuentas, se puede traducir en un modus vivendių, pero no los vincula con el público, su verdadero alimento.

La presencia de grandes maestros, la abundancia de jóvenes directores, la actividad de una nueva generación de dramaturgos, el boom de actores y el interés creciente que despierta nuestro oficio en varios Estados de la República, pueden convertirse en una fortaleza de nuestro teatro. Los problemas están presentes, pero esa abundancia amorfa sería impensable sin una tradición, sin los caminos que abrieron los maestros del teatro mexicano. El teatro de arte requiere de una política teatral a la altura de sus esfuerzos: la batalla por sobrevivir en un presente adverso.