La vida y la muerte de Paul Erdös se escriben como una parábola de las matemáticas. A los cuatro años descubrió por su cuenta los números negativos; desde entonces se dedicó con una pasión rayana en la monomanía al universo de las cifras. Sus padres eran profesores de matemáticas y protegieron al máximo a su vástago prodigio. Alejado de cualquier ocupación mundana, Erdös le untó mantequilla a un pan por primera vez a los 21 años. La mayoría de sus más de mil ensayos versan sobre los números primos. Con absoluta congruencia, Paul Erdös se las arregló para nacer en 1913 y morir en 1996, es decir, en fechas que son números primos. En una crónica impar, recogida en New Science Jounalists (Ballantine, 1995), Paul Hoffman bautizó al matemático húngaro como El hombre que sólo amaba los números. Para la mayoría de los mortales, los contactos con las matemáticas quedan relegados a las sorpresas quizá algebraicas del IVA o las cuentas de cantina donde los caballitos de tequila se multiplican exponencialmente. Para Erdös, lo que no se escribía en guarismos era un paisaje difuso. Como a todo sibarita, los placeres simples le interesaban poco. Erdös despreciaba las sumas y restas de las amas de casa y las estadísticas de los tecnócratas; los números "civiles" le tenían sin cuidado; para él, sólo contaban los números primos o los que reciben el certero nombre de "imaginarios". En sus 83 años de vida, Erdös no perdió el tiempo en besar a una novia o freír un huevo. Podía pasar 19 horas ante el pizarrón y se definía a sí mismo como "una máquina para transformar el café en teoremas". En cualquiera de las muchas universidades a las que llegaba a despejar ecuaciones y conducir seminarios, su dieta básica se componía de café bien cargado y anfetaminas a discreción. La hiperestimulada mente de Erdös rompió el récord de trabajos escritos en colaboración en el campo de las matemáticas: 250 colegas lo ayudaron a encontrar soluciones elegantes para los enigmas más abtrusos. Erdös nunca tuvo casa propia ni nada en que gastar ("Proudhon dijo que la propiedad es un robo; para mí, es una molestia"), de modo que gastó la mayor parte de su dinero en apuestas científicas; dependiendo de la dificultad de un problema, ofrecía recompensas que iban de 10 a 300 dólares. Más allá de su significado matemático, los acertijos de Erdös revelan un profundo placer estético. Un caso típico: "Supongamos que en un lienzo infinito ha sido pintado un número infinito de puntos. Entre dos puntos cualesquiera la distancia en pulgadas es siempre un número entero. ƑCómo se ve esa pintura?" Erdös rara vez permanecía mucho tiempo en el mismo campus. De pronto, una corazonada lo hacía viajar a una universidad de Australia o Nueva Inglaterra. Sus colegas estaban acostumbrados a las llamadas que Erdös les hacía al llegar al aeropuerto: "Mi cerebro está en la ciudad." Para Erdös la actividad intelectual cubrió todas las áreas de lo que en su caso quizá resulte excesivo llamar vida personal. Incapaz de tener presente que la leche que hierve más de dos horas no sólo se derrama sino se evapora, Erdös requería de apoyo estratégico para las infinitas complicaciones del quehacer doméstico. Para su fortuna, su madre decidió ser la más fiel escudera de los números primos y se ocupó del fastidioso mundo en el que las lechugas necesitan cloro y los calcetines detergente. Cuando ella murió, la vida práctica del matemático quedó en manos de su colega Ronald Graham. Quien piense que el destino de un matemático carece de colorido, debe conocer a Graham, el consumado clavadista que pagó sus estudios trabajando de acróbata en un circo y presidió la Sociedad Norteamericana de Malabaristas. El Dr. Graham puede jugar con seis pelotas en el aire mientras estudia teoremas en el pizarrón. De sobra está decir que Erdös nunca tuvo cuenta bancaria. Graham cobró todos sus cheques y le dio una apariencia de orden a los documentos de quien no podía servirse un plato de cereal sin derramar 275 hojuelas. Graham solía hospedar a Erdös y se divertía poniéndole toritos del siguiente calibre: "ƑDónde crees que están las toronjas?" Podían pasar horas antes de que el genio diera con la palabra "refrigerador". Otra diversión de este singular binomio consistía en burlarse de las prácticas eróticas de un colega fundamentalista que sólo dormía con su mujer en los días que eran números primos. Cuando Erdös decía que alguien "estaba muerto" significaba que había dejado de hacer matemáticas. Un poco antes de morir en Varsovia, donde participaba en un congreso, le preguntaron si le temía a la desaparición física: "No, tal vez sea una buena oportunidad de seguir trabajando, tal vez entonces pueda colaborar con Arquímides y Euclides." Si hay vida más allá de la muerte, y si ahí hay café italiano, podemos suponer que la posteridad de Erdös es idéntica al paraíso numérico que construyó en sus días terrenales. |
Y conversar flojamente de cine Si eligiéramos actores para simbolizar temperamentos, Kirk Douglas podría representar la cólera. Su actuación está basada en los cambios de tono muscular. Piensa en un personaje vehemente a punto de estallar, mirada fija, fosas nasales dilatadas, discurso veloz pero no atragantado, y lo visualizarás. Un loco violento apenas contenido. Imagínalo interpretando a Aquiles en el primer canto de la Ilíada, imagínalo articulando injurias sobre Agamemnón, el de la cara de perro. Pero, curiosamente, en la pantalla Kirk Douglas no fue Aquiles, sino Ulises, que era irónico, controlado, y no muy violento para esos tiempos. El actor británico Stanley Baker hizo en Helena de Troya, Ƒse acuerdan, con Rossana Podesta?, un Aquiles de verdad certero: es el joven y frío tecnócrata de la guerra cuya sola vista infunde pavor. Pero tenemos muchas películas que agradecer a esta douglasiana prontitud al arrebato furioso. Por ejemplo, Anhelo de vivir, donde, como recuerdan, Douglas hizo un Vincent van Gogh tan tenso que es casi eléctrico. Esta película es "Hollywood at its best": el director es Vincent Minelli; Norman Corwin escribió el guión; el productor es John Houseman, compañero de aventuras de Orson Welles; la música es de Miklos Rozsa, y es insuperable. Anthony Quinn, que aparece como Gauguin, ganó un Oscar por su coactuación. Gran parte del film fue rodado en Arles y Auvers-sur-Oise, donde pintó Van Gogh al final de su vida. Los lugares no habían cambiado mucho en los setenta años que separaban el film de los hechos narrados, y Douglas se parecía tanto a su modelo que una viejecita del lugar se sorprendió de que el pintor pelirrojo, al que había visto de niña, hubiera regresado. En el polo opuesto a Kirk Douglas se sitúa Gerard Phillip en Montparnnase 19, donde el gran actor encarna a Amadeo Modigliani con la suavidad de un ángel. Phillip y Douglas son atormentados, pero uno gesticulante y el otro retraído, hermético, perplejo. Dos estilos diferentes del mismo sufrimiento inexplicable. Ana Ajmátova fue amiga de Modigliani en París, "cuando aún no los tocaba el destino". Alguna vez se sentaron, recuerda, bajo la lluvia en una banca del Jardín de Luxemburgo (Modigliani era muy pobre y no tenía para pagar dos sillas), y al amparo de una gran sombrilla negra se recitaron el uno al otro poemas de Verlaine. Modigliani pintó un delicado retrato de Ajmátova. Y ella, que había perdido todo contacto fuera de Rusia, se asombró cuando Isaiah Berlin le contó, en el otoño de 1945, que Modigliani era ya un pintor famosísimo. ƑModigliani era dulce y manso como lo hace Gerard Phillip, y Van Gogh tan expresivo y vociferante como lo encarna Kirk Douglas? No, claro que no, eran mucho más matizados y complejos. Modigliani, dicen, era, no precisamente angelical, sino insoportable cuando estaba borracho. A juzgar por sus cartas, debió ser una maravilla oír hablar a Van Gogh de casi cualquier cosa. Pero crear un personaje en el cine o en teatro es como pintar un retrato: el arte está en simplificar. Es decir, suprimir y dar realce. Mucho se ha escrito en defensa del Ricardo II, a quien Shakespeare pintó con tinta tan negra y diabólica. Pero eso no le quita nada al arquetipo de político creado por el maestro. Lo que es seguro es que Buonarroti no era, ni podía ser, el levantador de pesas que interpreta Charlton Heston. No sólo porque no están ahí, por ejemplo, el poeta refinadísimo ni el admirador de Savonarola, y de sus jóvenes modelos, sino esencialmente porque la simplificación, ampulosa y hueca, no engendra ningún arquetipo. Henry James observó que lo único que apreciaba Flaubert de la creación artística era su penosa dificultad. Lo mismo hacen el teatro y el cine. De la pintura sólo ven el lado torturante. Y eso, con unas gotas de megalomanía e injusticia de apreciación, y una cucharada de enfermedad, mejor si es mental, locura, está bien, pero alcoholismo u otras adicciones, pueden funcionar. No tiene que ser así. ƑPor qué no hacer una comedia de risa incesante sobre el aduanero Rousseau? En Un domingo en el campo el viejo y tranquilo pintor se limita a decir que soñó que era Moisés, sentenciado a ver la tierra de promisión pero imposibilitado de llegar a ella, condición que todo artista puede reconocer suya. Me gustaría ver otra vez en cine la vida de Benvenuto Cellini, filmada al modo de una película, con Tyrone Power y Orson Welles, vista hace 35 años, que se llamó El príncipe de los zorros. Las conversaciones sobre cine nunca se acaban, meramente se interrumpen en alguna parte.
El investigador de lo inexplicable Así como Fox Moulder, el agente de Los expedientes secretos X, la mayoría de la gente que se dedica a estudiar fenómenos parapsicológicos ha tenido algún tipo de revelación o experiencia mística. Ése no es el caso del doctor en psicología educativa Dean Radin, quien ha analizado científicamente una variedad de anomalías para las que la ciencia no tiene explicaciones. Radin trabaja en un medio seriamente desacreditado por los científicos convencionales. No obstante, desde que en noviembre de 1995 la CIA confirmó oficialmente el viejo mito de que durante las dos últimas décadas el ejército había llevado a cabo experimentos de visión remota (es decir, clarividencia), la parapsicología ha recuperado un poco el prestigio que tuvo en los sesenta. Este científico, que comenzó su carrera a finales de los setenta como investigador de lo insólito en los laboratorios de AT&T-Bell, ha realizado experimentos para probar la eficacia de las curaciones a distancia, donde un curandero manosea una muñeca (de plastilina, cabellos, tela y demás) hecha por un supuesto paciente que está en otra habitación, mientras sus signos vitales son monitoreados. Para estudiar el fenómeno de conciencia masiva ųes decir, si la concentración de millones de personas puede afectar un sistema físicoų, Radin evaluó las fluctuaciones de un generador aleatorio de números en ciertos momentos climáticos de la entrega de los Óscares y del juicio de O.J. Simpson, y concluyó que cuando mucha gente se concentra en un evento, pueden incrementar la coherencia y el orden en el mundo que los rodea.
Las mejores intenciones
Radin no está solo en su búsqueda. Otros científicos han tratado de estudiar la manera en que la mente afecta a la materia. Así, muchos afirman haber encontrado relación entre el trato que dan a sus computadoras y el funcionamiento de éstas. Para probar la tesis de que hay información que puede viajar a través del éter, ser recibida y descifrada por un objeto inanimado, Radin ha conectado un brazo electromecánico a una computadora. Cada vez que alguien oprime una tecla (lo cual se cuenta como un paso) el brazo recibeinformación aleatoria que lo hace avanzar, seguir inmóvil o retroceder en su camino para recoger una pastilla de M&M. Radin encontró que en promedio el brazo cumple con su objetivo en 25 pasos. Sabiendo esto, se ha dedicado a encontrar desviaciones notables, las cuales ha obtenido cuando los sujetos expresan emociones o se relacionan visceralmente con el brazo maquinal. Radin no tiene idea de cómo una intención puede interactuar con un flujo de electrones, pero finalmente su intención no es tanto descifrar este misterio como demostrar que el fenómeno es más que una coincidencia.
Socializando con las máquinas
"Los individuos interactúan con las tecnologías de comunicación de maneras fundamentalmente sociales y naturales." Ésta fue la conclusión a que llegaron, tras 35 estudios, Byron Reeves y Clifford Nass, dos científicos del Centro para el estudio del lenguaje y la información de Stanford. Esto quiere decir que a pesar de saber que una computadora no es un ser vivo, el común de la gente tiende a no diferenciar entre un humano y una máquina que utiliza el lenguaje para sus funciones. De manera casi inconsciente, el individuo suele sentirse halagado cuando su computadora los elogia, aun sabiendo que el elogio pueda ser aleatorio. La gente percibe las voces femeninas como maternales o sensuales (nada más cachondo que la voz de la inteligencia artificial del juego Outpost o de la computadora de la cabina del Mechwarrior 2), mientras que las voces masculinas son apreciadas con más autoridad en los asuntos técnicos. Es quizá por esta percepción inconsciente por lo que les perdonamos a las computadoras sus muchos defectos, como las horas que perdemos tratando de instalar una aplicación, y sobre todo el hecho de no haber cumplido con el sueño de transformar radicalmente la economía del planeta, como lo hicieron los ferrocarriles y la electricidad a finales del siglo XIX. La revolución cibernética, a pesar de su contribución al crecimiento económico, no ha incrementado notablemente la productividad (entendida como la cantidad de dinero que un trabajador produce en una unidad de tiempo) ni la riqueza de las naciones como hizo la expansión industrial de las décadas de los cincuenta y sesenta. No obstante, menospreciar el impacto de la computadoras sería como argumentar que la invención del foco no tuvo efectos positivos en la economía. La revolución cibernética ha tenido efectos notables en las fábricas, donde la productividad ha aumentado gracias a la introducción de nuevas tecnologías; un ejemplo es Chrysler, que en 1995 hizo 1.72 millones de autos en Estados Unidos, el mismo número que fabricó en '88, con 9,000 trabajadores menos. Miles de trabajadores han sido recortados en todo el mundo y todos los sectores con el objetivo de mejorar la productividad; sin embargo, hasta ahora la estrategia ha resultado un fracaso. Ante el impasse que representa la ecuación menos empleos más productividad, tan sólo nos queda esperar que las cosas mejoren si le hablamos a las máquinas con más dulzura. ¤ Naief Yehya ¤ [email protected]
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