Hermann Bellinghausen
El nudo

Las rocas del rebalse se amplifican con la lupa del agua; sus líquenes y calcificaciones y los moluscos adheridos por los años les confieren la carnosidad caliza de un caimán inmóvil.

Se apaga el motor y la lancha se esliza los últimos metros en silencio, partiendo las aguas con la cuchillada de su quilla. Golpea en la maleza, frena. Saltan a tierra. ``Facilito'', dicen aquí al que se mueve ágil. Uno de ellos jala el cabo de la cuerda y la amarra con un ballestrinque rápido a un tronco doblado como gancho, igual que se amarran la hamaca y el caballo, de un sólo trazo, diestro a fuerza de repetirlo. Casi sin mirar.

Y se adentran en el poblado de la ribera. La lancha tiene nombre, pero la pintura se borró. La lancha permanece sólida, meneándose en los bamboleos de la corriente. Su cobertizo de aluminio lanza relámpagos de plata.

El sencillo nudo, en pocos segundos inconscientes sella la garantía de la embarcación. De que el puente queda.

Es ancho y torrencial el río, un río de los que ya quieren parecerse al mar, que atraviesan la anchura del continente americano, y por momentos tienen cuatro horizontes, como si fueran lago.

¿Qué arroja diario a los barqueros a la otra orilla, o sea este lado? ¿Una corriente transparente y verde como el vidrio? ¿Una manía? ¿Gajes de algún oficio? Practican el tráfico de pasajeros, el acarreo de los costales de grano y los tambos de los intermediarios. El sábado nadan y pescan. El resto de la semana, secos en lo posible, y si no llovizna, navegan nada más.

La gente olvida los actos mecánicos, como la factura de un nudo. Es hasta que les pregunto a los barqueros si no se zafará la lancha, tan apenas amarrada, que recuerdan que hicieron un nudo.

Estamos en algún lugar de los años setenta, pero no se nota. Podría ser antes de los españoles o en el siglo XXI. Cambiarían, si acaso, el motor fuera de borda, un poco nuestras ropas, y la lengua, oh sí, claro.

Mientras cruzamos la aldea, de niños desnudos y mujeres casi también, los hombres en las afueras trepados en los árboles ordeñando caucho, y bajo una ensordecedora refriega de cigarras, el tipo que ató la barca rompe su mutismo sudoroso en atención al pasajero, que no había venido nunca antes y por eso se le ocurren preguntas tontas.

--Yo quiero mucho los nudos, amigo. Aprendí de mi papá y mi abuelito los que sé. Mi abuelo pescaba en la costa y fue machetero en barcos de petróleo. Mi papá, puro campesino, hizo de carpintero. Los dos los querían mucho a los nudos. Cada necesidad tiene su nudo especial. El de amarrar lancha es de los más cualquiera. Pero así como lo ve, facilito, como si el lazo nomás diera vuelta y media, usted nomás lo deshace de mano o si le suelta un machetazo. Tiene su secreto.

Creyendo adivinar en mi expresión el temor a que nos quedemos sin barca, aunque no lo andaba pensando, preguntaba por preguntar y hacer la plática, me tranquiliza burlonamente:

--No se preocupe, amigo. La lancha nos espera. ¿No ve que la amarré yo?

Después de una pausa, como si el nudo contuviera la teoría de la relatividad o el principio de incertidumbre, matiza:

--Y si se va la lancha, pues nadamos, ¿no?

No hay que ser Einstein ni Heisenberg para entender lo preferible de quedarse callado. Al fin, cualquier amarre es relativo