Difíciles de entender han sido las formas como negocia el gobierno ciertos temas. Dos asuntos sobre los que se habían forjado grandes expectativas han conocido un desenlace inesperado.
La reforma electoral tras casi dos años de acercamientos y negociaciones, no consiguió el consenso prometido. Por supuesto que ello es parte de los riesgos de toda negociación; el consenso no es una obligación, aunque en este caso sí parecía un imperativo para alcanzar el calificativo de definitiva. Lo que desconcierta en todo caso es la defensa que a posteriori se hace de las reglas aprobadas por los priístas; el Presidente ha sostenido que el tema del financiamiento público no estaba a discusión, que se trataba de una razón de Estado. ¿Para qué entonces invertir casi dos años de encuentros, mesas y documentos? ¿Para qué hacerles creer a los demás partidos que la agenda de negociación era abierta, si en realidad en ese punto no había posibilidad de alterar la posición gubernamental? Si desde el principio se hubiera acotado el alcance de la reforma, acaso no se habría perdido tanto tiempo.
En el caso chiapaneco, y cuando parecía perfilarse una solución al conflicto, el Ejecutivo altera el esquema formal, y en lugar de hacer llegar observaciones presenta una iniciativa alternativa. Más allá de que ésta contenga precisiones importantes al texto elaborado por la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) hay que llamar la atención sobre los momentos difíciles que vive la negociación.
Alterar las formas no parece ser la mejor manera para que florezca un debate desapasionado sobre lo sustantivo de las diferencias en los textos. Pero más grave aún es el hecho de que lo que está en riesgo es la eficiencia de las instancias institucionales de diálogo; disminuida la representación oficial, la Cocopa fue adquiriendo un papel central al pasar de ser una de dos instancias de intermediación, a ser la encargada de redactar la propuesta más seria de acercamiento entre las partes.
El público enfrentamiento entre las iniciativas de ley no es el mejor ambiente para la negociación y el debate civilizado, por contra se propicia un maximalismo capaz de atrincherarse en la defensa de todos los puntos y comas de los textos. Las preguntas son: ¿cómo salvar o reconstruir una mediación que se gane la confianza de las partes para que la negociación fluya?, y ¿cómo recolocar un debate para que lo sustantivo abandone las trincheras maximalistas, y se puedan discutir abierta y constructivamente las implicaciones de la ley prometida?
El carácter mismo de los encuentros de San Andrés se ha desdibujado: las partes no parecían tener la misma percepción del destino y sentido de lo que ahí se discutía. Por todo ello es grave la nueva crisis del diálogo, no tanto, quiero pensar, porque exista el riesgo real de reanudación de hostilidades militares, cuanto por el retroceso que representa en términos de un esfuerzo de negociación prolongado que parecía cercano a dar frutos.
De nuevo si la iniciativa alternativa presentada por el Ejecutivo constituye el límite para todo acercamiento, si ése es el techo máximo de lo que se está dispuesto a ceder, para qué todo el esfuerzo anterior; y de nuevo, no es que el Ejecutivo esté obligado a tener el consenso en todas sus iniciativas, pero si ésa es la divisa con la que se trabajaba, no deja de ser una señal de endurecimiento o de agotamiento de las negociaciones cambiar la señal a última hora. Insisto, no es que el Ejecutivo deba suscribir sin más las posturas de los otros actores, pero no deja de ser sintomático que en dos temas (reforma electoral y Chiapas) en que el consenso hubiera tenido una gran importancia y un significado especial en términos de mostrar capacidad política para proponer soluciones concertadas a problemas centrales, las posibilidades de final feliz se desdibujen tanto.