En un ambiente marcado por la frivolidad y el comercialismo --que son cada vez más característicos en la vida política estadunidense--, William Jefferson Clinton fue investido ayer, en Washington, para su segundo periodo en la Presidencia de Estados Unidos. Para bien o para mal, y dada la importancia de ese cargo, el hecho tiene un interés que rebasa, con mucho, las fronteras estadunidenses. Para México, específicamente, es de gran trascendencia analizar las tendencias políticas y económicas que habrán de privar en el Ejecutivo del país vecino durante lo que queda de este siglo.
Por principio de cuentas, han de señalarse las marcadas diferencias entre la actitud con la que el ex gobernador de Arkansas enfrentó su primer periodo en la Casa Blanca y las posturas de Clinton en los inicios de su segundo mandato. En diciembre de 1993, sobre la ola del descontento económico, llegó a la Presidencia un político joven, de espíritu abierto, rodeado de un equipo de ideólogos que hacían énfasis en el necesario acento social de la tarea gubernamental (Ira Magaziner y Richard Reich son dos casos destacados), y que marcaron la plataforma política del candidato demócrata con un pensamiento audaz sobre la sociedad, sobre el futuro y sobre la pertinencia de realizar, desde el gobierno, cambios importantes en la economía y en las estructuras sociales, ambas severamente deterioradas por doce años continuos de reaganomics.
Sin embargo, los plausibles proyectos de Clinton se toparon, desde los primeros meses de 1993, con la resistencia de la propia burocracia gubernamental y de los sectores más conservadores del Partido Demócrata. En los comicios legislativos del año siguiente, la conquista del control de ambas cámaras por parte de los republicanos terminó por sepultar los impulsos reformistas con los que se inauguró la era de Clinton.
Con este telón de fondo, las campañas presidenciales del año pasado constituyeron una batalla entre republicanos y demócratas por conquistar el centro del espectro político, en la cual se disputó más la simpatía de los electores que su adhesión racional a un proyecto político y partidario; Clinton ya no se presentó como el promotor de cambios, sino como el adalid de la estabilidad y del inmovilismo y como el preservador de los valores estadunidenses.
No cabe, en consecuencia, esperar virajes sustanciales en la forma en que desde 1994 han sido manejadas la economía, la política y la proyección internacional de Estados Unidos. Este seguirá siendo un país de afanes imperiales --los cuales, en tiempos de Clinton, se canalizan más por la vía de las presiones diplomáticas que por la acción de los portaaviones y las tropas de desembarco, como sucedía en tiempos de Reagan y de Bush--, y la clase política de Washington seguirá manteniendo su convicción de que la legalidad internacional es una entelequia y que, en consecuencia, Estados Unidos debe seguir imponiendo sus propias normas legales más allá de su territorio.
Aunque los descalabros electorales sufridos el año pasado por los republicanos en Florida --bastión de los núcleos más cavernarios del exilio cubano-- pudieran hacer pensar lo contrario, la normalización de las relaciones con Cuba y el cese del inmoral bloqueo que Washington ha mantenido contra esa nación caribeña desde hace 35 años siguen siendo temas tabú en los círculos políticos estadunidenses.
En lo que concierne a sus relaciones con México, Estados Unidos vive tendencias contradictorias. Mientras que por una parte, en el marco del TLC, y a pesar de las medidas proteccionistas estadunidenses, se intensifican los intercambios económicos, en las estructuras estatales y crecientes sectores de la sociedad se incrementan en forma preocupante las actitudes fóbicas y racistas, alimentadas en muchas ocasiones por los propios aspirantes a cargos de elección popular. Por desgracia, la cordialidad en que se desenvuelven las relaciones entre ambos gobiernos no se refleja en el trato que nuestros connacionales reciben en el territorio del país vecino, trato que con frecuencia llega a la brutalidad, la discriminación y el hostigamiento injustificados.
En suma: la política exterior estadunidense está lejos de la etapa republicana en la que las paranoias sobre la seguridad nacional impulsaban un injerencismo belicista y violento; sin embargo, en materia de migración y de comercio, todo indica que durante los próximos cuatro años Estados Unidos seguirá siendo un vecino difícil