La Jornada 21 de enero de 1997

Escenario imperial para proclamar que este fue ``el siglo americano''

Jim Cason y David Brooks, corresponsales, Washington, 20 de enero Ť Escenario imperial, la vista desde el Capitolio a la Casa Blanca, ruta del desfile presidencial, ribeteada por edificios federales con detalles romanos, todo vestido de rojo, blanco y azul, para que Bill Clinton proclame ante unos 250 mil espectadores que este fue el ``siglo americano'' y asegure que el ``país indispensable'' se apropiará del próximo siglo.

``Dios bendiga a América'' se repitió en canciones, discursos, en la bendición del evento. No sólo ``America'' es el país primordial, sino que Dios lo designó así.

Pero los 250 mil espectadores concentrados frente y en torno al Capitolio parecen no animarse con estas proclamas; hay ovaciones breves, y aunque los políticos famosos en el podio aplauden la conclusión del discurso inaugural, el público apenas lo registra. A fin de cuentas no es un acto espontáneo, no es generado desde abajo, aunque es celebración histórica de ``la democracia'', pero el ambiente es definido por la verdad: es un acto oficial.

Y el aplauso también.

Y la seguridad está en todas partes. Miembros de todas las armas flanquean el perímetro del Capitolio y la Avenida Pennsylvania, ruta del desfile. Helicópteros sobrevuelan la zona. Los cañonazos rituales proclaman la conclusión de la toma de posesión de Bill Clinton.

Pero entre el público, pocos escuchaban los discursos, las canciones, las oraciones del evangelista Billy Graham, la composición del poeta de Arkansas, Miller Williams. Parecían más interesados en ver quién pasaba por ahí, en observarse mutuamente, bostezar y protegerse del frío.

Canta la diva negra Jessye Norman. Una de las canciones es un ``espiritual'' negro, ``libertad, sobre mí'' canta, seguida por Amazing Grace, canciones vinculadas a la opresión, la esclavitud de los negros de este país. Un marinero negro de guardia traga lágrimas. Pero sigue con una canción patriótica, America, la bella.

Algunos de los invitados y de los que acudieron motu propio llegan vestidos con abrigos de piel, trajes formales, otros con jeans, grupos de niños de escuelas primarias llegan con sus maestros. Güeros bien güeros: han de ser de Minnesota, estado de vikingos, junto a asiáticos, negros, latinos. Y hasta pruebas de una verdad contemporánea: la generación de los sesentas está ahora en el poder, la generación de las flores, de paz y amor y mariguana, inhalada o no, está en el podio y entre el público.

Una mujer negra comenta a los periodistas: ``tengo lágrimas en mis ojos, es mi primera vez en algo así; Dios bendiga a America''. Pero pocos manifiestan tal emoción: es como si estuvieran presenciando sólo la inauguración de un nuevo monumento nacional. Al término del evento, un hombre cuarentón grita a un conocido: ``nos vemos en cuatro años, para inaugurar a (Al) Gore''. Las citas ya se hacen para el próximo milenio.

Una niña habla con un policía; está extraviada, o, desde su punto de vista, sus padres se extraviaron. También extraviado de este acto está 51 por ciento del electorado que no participó en esta ``celebración de la democracia''; nadie aquí habló de ellos. Y, en parte, la sensación es la de un público, un pueblo algo extraviado. No hay júbilo ni tristeza, no hay respuesta a las palabras del presidente, pocos hablan de lo que presenciaron al concluir la ceremonia. Sí hubo gritos, aplausos, pero no sostenidos, más bien expresados sólo porque es lo que uno debería de hacer: es lo esperado.

Entre las tres canciones seleccionadas para finalizar el acto figuró Esta tierra es tu tierra (This Land is Your Land) del famoso trovador Woody Guthrie, pero en versión censurada. La canción describe lo largo y ancho de los Estados Unidos con un coro que dice que todo eso le pertenece al pueblo, y la razón de su censura en el acto oficial es que es una canción radical si se incluyen estrofas como la que habla de las colas de desempleados, y otra que dice ``cuando caminaba/vi ante mí/un anuncio que decía/propiedad privada/pero del otro lado/no decía nada/ese lado fue hecho para ti y para mí''.

Clinton, quien evadió el servicio militar, pasa revista a las tropas que desfilan frente al lado este del Capitolio, algunas con el uniforme de las tropas de la independencia, con su banda tocando Yankee Doodle Dandy. El Comandante en Jefe coloca su mano sobre el corazón. A su lado, su vicepresidente, Al Gore, hace lo mismo y espera pacientemente su turno para hacer lo mismo en cuatro años, pero como Comandante en Jefe. Clinton abandona el Capitolio y sube a su limusina. Agentes secretos lo escoltan a pie y se traslada a su residencia para observar el desfile, animado por bandas de 37 estados. Pasa la caravana presidencial con la interrogante que se convierte en pesadilla para el Servicio Secreto, de si se animará a bajar del vehículo para caminar, como primero lo hizo Jimmy Carter.

Sí, baja unos 40 metros antes de llegar a la Casa Blanca, y hace lo que más le gusta hacer, lo que mejor hace como político: contacto directo con ``el pueblo''.

Clinton observa el desfile desde la Casa Blanca. Pasan las bandas universitarias, preparatorianas y de las fuerzas armadas, entre ellas una de ``mariachis'', Los Vaqueros de la Sierra, en representación de Nuevo México, con todo y su cactus. Clinton y Gore aplauden, agradecen a cada grupo. La ceremonia concluye.

Esta noche, los políticos profesionales, los ricos y los influyentes de esta capital acudirán a las 14 ``galas'', y Clinton llegará y pasará unos 30 minutos en cada una. Su programa de hoy lo tendrá en constante movimiento hasta las cuatro de la mañana del martes.