Necesito volver a la economía en estos comentarios semanales. En parte por disciplina y en parte por decencia.
Disciplina porque el periódico está organizado en secciones que exigen que los comentaristas no anden cazando mariposas donde no les compete.
Decencia, para evitar diletantismos innecesarios. Incluso ésos, los peores, que te llevan a sermonear en días equivocados.
Y quisiera inaugurar este nuevo ciclo, que deberá ser más ``económico'' que ``internacionalista'', volviendo a los orígenes. A aquel mítico momento fundacional en el cual se definieron los paradigmas. Que siempre se presentan disfrazados en la historia humana. Voluntad de riqueza tuvo que haber --me igagino. Y también deseo de regular las relaciones entre los aventureros y el resto de la tribu. Para evitar desastres. (Que de todo modo siempre ocurren.
Pero el saberlo no es razón suficiente para aceptarlos como ineludibles. Mejor ser responsables de los propios dolores que el no saber imaginar la existencia de otro modo.) En fin: el pochteca de una parte y el rey-sacerdote de la otra. Esta es nuestra historia, la convivencia ineludible de aventura y responsabilidad. Para la izquierda una cosa que se reconciliará en el futuro porque de alguna manera ya estuvo inconscientemente conciliada en el pasado. Para la derecha el terreno de los conflictos eternos, siempre irreconciliables, que es todo aquello que la vida te puede ofrecer: dolor, alguna ilusoria felicidad y, finalmente, la muerte. Así es y no hay arreglo. Esto es la derecha, una renuncia escondida detrás del arrojo. Y esto es la izquierda: una voluntad de mejorar la existencia incluso cuando parece no haber remedios.
Hay que producir riqueza. Sin eso se muere o se retrocede al nomadismo --cuando nada había de sí mismos que se pudiera cargar.
Pero, hay que regular el proceso. A menos que se acepte que la riqueza reconstruya entre los individuos las violencias ``naturales'' del pasado nomádico. Civilización, en el fondo, significa capacidad de hacer, y cargar, cosas de qué sentirse orgullosos. Hay que producir pero hay que repartir --y no por bondad, sino por conservar la unidad fundamental del género humano.
Bien ¿qué piensa y qué dice, y hace, el ``pensamiento'' económico liberal de hoy? No hay nada qué hacer, que las cosas se hagan solas mientras el Estado tutela el presente. En el fondo no hay remedios, reconozcamos a la ``naturaleza'' humana: he ahí la eternamente hipócrita razonabilidad del corto plazo. La izquierda es, por su parte e inevitablemente, el Estado y el sacerdote al mismo tiempo. Un llamado a la responsabilidad, a conservar, y de ser posible, embellecer, a la vida.
Los ricos le piden al gobierno, como acto de responsabilidad, que no haga nada. Y aquéllos que no son ricos, pero quisieran serlo, le piden lo mismo. Y sin embargo llega el momento en que un no hacer prolongado resulta fatal. Nuevamente necesita intervenir el fantasma de aquel arquetipo original que hoy llamamos Estado. Encarnación de la voluntad. El dolor no es necesario a cada rato y, de cualquier manera, no es una virtud que necesite ser conservada celosamente, como una especie de estigma totémico de la ``raza''. La izquierda está inevitablemente construida sobre un paradigma de mejorabilidad de la vida. O, por lo menos, sobre el paradigma que dice que vale la pena intentarlo. ¿Si no para qué necesitaríamos esa cosa que se llama Estado?
Y ahora Menem se cansó y --dados sus escasos instrumentos culturales-- exprime su hastío en forma burda. Así: le hemos dado todo a los empresarios pero aún no vemos resultados en términos de generación de empleos. Es vulgar decirlo así. Pero así están las cosas, en Argentina y en otras partes. Los ricos no se sienten responsables. Pero ¿quién tiene la responsabilidad de serlo? ¿No sería ya el caso que el Estado redescubriera alguna parte de su olvidada dignidad y asumiera su responsabilidad. Que es, precisamente, la de tener, no de no tener, ideas.