Cartel informativo ubicado en el Palacio de Bellas Artes, que a la letra decía: ``La bella y la bestia, ópera para ensamble y filme de Philip Glass. Basado en el guión cinematográfico de Jean Cocteau con proyección simultánea de la película homónima. Interpretada por Philip Glass'', me provocó inaplazable curiosidad.
¿Quién es la bella? me pregunté. Si la memoria no me engaña, como suele ser su inveterada costumbre, la bella es Josette Day, la hermosísima actriz francesa cuyo rostro aún soy capaz de recrear a través de una imagen que alguna vez contemplé en las páginas de un libro memorable acerca de las cintas estelares de la cuarta década. Ahora bien, ¿quién es la bestia? La bestia es otro actor galo, me refiero a Jean Marais --¿acaso no lo recuerda usted encarnando a Guillaume, el octogenario libidinoso en Belleza robada, la muy reciente película de Bernardo Bertolucci? Si Josette y Jean dieron vida en el celuloide a aquellos dos simbólicos personajes que todavía fatigan las tortuosas mentes de los psicólogos, ¿quién fue su creador?
En los vastos espacios de la literatura, Leprince de Beauveau es quien redactó aquel cuento de hadas que describe los enfrentamientos de una princesa para liberarse de los acosos eróticos de una bestia infatigable. Trajines que concluyen de una manera inesperada cuando la horrorosa encarnación se transforma después de su aniquilamiento en un príncipe de facciones fascinantes. Ahora únicamente nos falta acercarnos al cineasta que transvasó a la pantalla durante 100 mágicos minutos aquella fantasía surrealista ocurrida en la época medieval, espacio y tiempo en cuyo irregular contexto, el monstruo nunca encontró obstáculo para desencadenar su obsesiva pulsión.
Aproximémonos pues, al autor de la cinemática recreación, ser humano conocido durante su estancia en la Tierra entre 1889 y 1963 con el cristiano nombre de Jean Maurice Clément Cocteau. Jean, que vio la luz por vez primera en Maisons-laffitte, una soleada tarde del 5 de julio de aquel lejano 89; fue poeta, novelista, pintor, diseñador, actor, guionista y un permanente enamorado de las imágenes en movimiento, pues para él la cinematografía era el medio idóneo para liberarse del otro personaje que habitaba en su interior. Asimismo fue adicto al opio, adicción de la cual pudo librarse a principios de los años treinta, según consta en desgarradora confesión: ``Opium: journal d'une desintoxication.''
Meses más tarde, recuperado ya de su adicción dirige un primer filme: Le sang d'un poete, sobre el cual dijo: ``Sus imágenes vienen a ser una especie de diario personal, sobrecargado de íntimas obsesiones y permanentes rebúsquedas''. A continuación --cuarta década-- escribirá varios guiones para cinedirectores de aquella época de violencia nazi-fascista, entre otros, Le'Eternal Retour (Delannoy) y Les Dames du bois de Boulogne (Bresson). A propósito de aquella ardua labor, comentó: ``Entre más me esfuerzo en averiguar cuál es la manera de hacer cine, más me convenzo que su eficacia depende de una visión íntima, confesional y realista de su creador. Sin embargo, no debemos olvidar que un filme no es un sueño personal que alguien cuenta a través de las imágenes, sino un sueño que todos debemos soñar juntos durante la proyección.''
Sería en 1946 --año de la liberación y de la restauración democrática--, cuando el poeta y cineasta trastocó aquel cuento de hadas concebido por Leprince de Beauveau en un suntuoso cine-ballet titulado La bella y la bestia con la imprecindible cooperación de René Clement (célebre director de aquellos días), la fotografía de Alekan, los decorados de Bérard, la música de Auric y el sensacional maquillaje de Arakélian, mismo que transformó a Jean Marais en una bestia infernal.
Hasta aquí aquella inaplazable curiosidad. Sólo me falta añadir que Jean Cocteau realizó otras cintas memorables: Les parents terribles (1948), Orphée (1950), Le testament d'Orphée (1960), sin olvidar Coriolan (16 mm, no destinada al público).