La Jornada miércoles 22 de enero de 1997

Eduardo Galeano
Ofertas del fin de siglo

La Embajada de Japón en Perú, ocupada por los guerrilleros y sus distinguidos rehenes, se ha incorporado al circuito turístico. La mansión, que es copia exacta de la casona de Lo que el viento se llevó, atrae a los turistas tanto o más que los palacios coloniales de Lima. Pero las empresas que los guían no han inventado nada. Como suele ocurrir, el know how viene del norte.

En Dallas, la excursión dura una hora y cuesta 25 dólares. El cliente ocupa su asiento en una limusina abierta, marca Lincoln, modelo 1963, y se lanza por las calles de la ciudad que John Kennedy recorrió en el día de su muerte. A lo largo de la ruta, desde Love Field hasta el centro de Dallas, el cliente va escuchando la grabación original del griterío de la multitud que había ovacionado al Presidente desde las aceras, pero la algarabía no le impide escuchar los balazos. El bang bang estalla cuando el automóvil pasa bajo la ventana del depósito de libros de la escuela. En ese instante, el coche pega una brusca acelerada, se escuchan voces de confusión en la radio y el súbito alarido de las sirenas y la limusina vuela hacia el hospital Parkland. Allí, ante la entrada de emergencia, el espectáculo concluye con la voz del sacerdote que ofreció al difunto la última bendición. Sin costo adicional, el cliente puede luego subir hasta el sexto piso del local escolar y acodarse en la ventana desde donde, según la muy dudosa versión oficial, Lee Harvey Oswald disparó la bala que rompió el cráneo del Presidente.

Hace 200 años, don Jorge Guillermo Federico Hegel escribió que en la historia humana, las tragedias se repiten como farsas. No le falta razón. En nuestros tiempos, además, las tragedias se repiten como negocios y se venden como atracciones turísticas.

No hay guerra ni crimen público que el show business no convierta en lucrativo espectáculo, y eso nada tiene de nuevo. Mucho antes de que existiera Hollywood, ya Buffalo Bill representaba sus propias matanzas de indios y de búfalos en los teatros de Nueva York, Washington, Filadelfia y Baltimore, y así vendía sus infamias como épicas hazañas de la Conquista del Salvaje Oeste.

Pero el turista puede darse el lujo de echar una mirada perdonavidas al espectador que se sienta ante el escenario o la pantalla. La visita personal, el olor de la sangre, permite al turista humillar al prójimo:

--¿Lo viste en la tele? Ah. Yo estuve allí.

Todo a lo largo del primer juicio de O. J. Simpson, que duró varios meses de 1995, los interesados podían comprar una visita guiada al escenario del crimen. La casa de Nicole Simpson, en Los Angeles, estuvo todo el tiempo acosada por los turistas que acudían armados de filmadoras y cámaras fotográficas. La excursión incluía una detallada descripción del lugar exacto, la posición y el estado en que habían sido encontrados los cadáveres de la ex esposa del deportista y su amigo, y toda la información reunida o imaginada sobre la intimidad de los personajes, incluyendo detalles escabrosos a precio razonable.

Y a precios de pichincha, el turismo de fin de siglo puede ofrecer venganzas históricas. Es el caso de Vietnam, donde la invasión norteamericana dejó más de dos millones de muertos. Los soldados norteamericanos, que fueron vencidos, tienen la posibilidad de regresar como turistas al país que devastaron, y donde sufrieron el peor papelón de su historia. Allí pueden disparar, con fusiles AK 47, contra los escondrijos que hace un cuarto de siglo guarecían a sus enemigos. Casi siempre dan en el blanco, y así se sienten vencedores al irrisorio precio de un dólar por bala. Por un precio un poco más alto, pueden también comprar pañuelos y gorras del ejército vietnamita. Como los fusiles, los trofeos son de los tiempos de la guerra que perdieron.