A poco de familiarizarse con las esculturas de Gastón González, puede advertirse que muy frecuentemente sus objetos se plantean a partir de un sentido de dualidad. Trátese de obras figurativas o de obras abstractas (que en realidad entra y sale con familiaridad en ambos terrenos, aunque parece sentirse más en lo suyo cuando la representación no limita su trabajo), se da a menudo esa solución binaria. Las obras suelen ser una unidad compuesta de dos: dos piezas, dos materiales, dos tratamientos, sobre todo dos movimientos, dos fuerzas.
El manejo de esa estructura binaria puede ser muy variado y encontrar soluciones incluso contradictorias. Puede ser unión, como se trata en Los elementos, esas obras de homenaje a Rodin, puede ser de divergencia, como en la gran figura Thai del Centro Ceremonial Otomí donde de la fuerza ascendente se desprende la dinámica de avanzar, puede ser la presencia de un elemento que tiende a lo vertical y es contrastado por otro cuyo sentido dominante es horizontal.
A veces son literalmente dos objetos que componen una misma obra, oponiendo sus tensiones si no es que, también, sumándolas en un refuerzo mutuo. Por eso hablo de oposición y complementación; porque el juego de dos no necesariamente se resuelve en una divergencia, sino que a menudo adopta el modo de la suma o de la definición: un movimiento adquiere su pleno sentido cuando está enmarcado, explicitado, acentuado incluso por otro. Así puede ser en Dintel, donde el efecto está subrayado por el color, o más explícitamente en Nudos, obra en la que los materiales diferentes (madera y bronce) actúan simultáneamente como opuestos y amigos. Incluso en el relieve mural Dos culturas, en bronce patinado en la Sala Nezahualcóyotl, una de sus obras más importantes, atendiendo a un expediente quizá inspirado en las soluciones de la arquitectura prehispánica, los elementos horizontales, como formidables dinteles, ``oprimen'' o más bien califican la fuerza ascensional de los otros.
Gastón González empieza su andar en la escultura precisamente en el momento (segunda mitad de los años cincuenta, principios de los sesenta) en que en México se produce la ruptura. Frente a las maneras gastadas de un ``tono heroico'' y de una impostación nacionalista a ultranza --ni no propiamente indigenista-- soplan otros aires. La presencia de escultores venidos de otros ámbitos, como Waldemar Sjlander, Hofmann-Isenbruck y especialmente Olivier Séguin y Kiyoshi Takahashi son un estímulo para el cambio y nuevo punto de referencia. En México caminan por la apertura Manuel Felguérez, Angela Gurría o Helen Escobedo. González no sólo se beneficia de la nueva situación, sino que es, en su generación, factor de cambio. Su modo, riguroso, pero suelto, le da la posibilidad de beber otras aguas.
Así fue construyendo hasta una madurez cierta su personalidad más verdadera, más propia, ésa en donde yo encuentro la ``manera binaria'' (¿reflejo lejano de Ometecuhtli y Omecíhuatl, el primigenio dios dual?) como su íntima manera de enfrentar el mundo posible de los objetos que salen de sus manos: oposición, disyuntiva, contradicción, pero también conjunción, suma, integración.