Olga Harmony
El sentido de dos escenarios

Los esfuerzos autogestionarios, que van abriéndose paso entre muchos teatristas mexicanos, cobran sentido cuando se encaminan hacia lo que David Olguín llama teatro de arte, es decir, el que se hace para expresar una idea personal muy importante al autor, con búsquedas formales en el drama y su escenificación, y en olvido total del reclamo taquillero; por supuesto, sin omitir un público específico con el que se desea entablar ese diálogo que el teatro establece con quien lo presencia. De no ser así, de no intentarse por lo menos la necesaria confluencia de calidades, cualquier esfuerzo resulta vano. Se podría ejemplificar con dos escenificaciones en cartelera en dos de lo que se ha dado en llamar espacios alternativos y que muy bien podrían ser --uno ya lo ha sido-- sede de montajes importantes de teatro de cámara.

En el Foro Shakespeare (al que, tras la lamentable y reciente muerte de su fundador, Héctor Fuentes, hay que darle un tiempo de espera con el deseo de que vuelva por sus fueros) se escenifica Matadora, original de Eric Krohnengold del que no tengo noticias --ni, por lo presenciado, mayores deseos de tenerlas-- y bajo la dirección de Oscar Flores. De este joven director y actor yo había visto la escenificación de un texto de Marguerite Duras, que en su momento me pareció muy fallido --por muchas circunstancias, entre ellas lo inapropiado del espacio en que se presentó-- pero que por lo menos denunciaba un interés por hacer un teatro difícil y de calidad literaria. Desconociendo --lo supe después-- que se trataba del restreno de una obra que anteriormente se presentó con el sugestivo título de ¿Quién tiene la más grande?, acudí con la expectativa de seguir una posible carrera teatral. Para mi desconsuelo, se trata de una de esas obrejas que, bajo pretensiones de estudio psicológico y denuncia de algo --no sé muy bien si del machismo o de las secuelas del abuso sexual en la infancia-- presentan una serie de repetitivos e inconsistentes diálogos acerca del sexo, plagados de chistes y albures, para desembocar en un final tremendista y violento. Aunque el desempeño de los tres actores --excepto ese acento ñero con que Angel Cero imposta a un elegante ejecutivo de banco trasnacional-- no es tan deplorable como el resto y queda la impresión de que Oscar Flores se va por el camino fácil del éxito taquillero con un público que ríe de buena gana todas las alusiones sexuales y acepta sin dificultad los pretextos psicologistas, convencido de que vio algo ``fuerte''.

El otro ejemplo sería Retrato hablado del crítico teatral y columnista financiero Benjamín Bernal, que se escenifica en la pequeña sala Luces de Bohemia; por diversas razones yo desconocía el foro terminado, al que acudí en proceso de construcción a invitación de Dora Montero, pero entiendo que la intención primera del grupo de teatristas que lo fundó consistía en tener un espacio alternativo para escenificar diferentes propuestas de los grupos que lo requirieran. El lugar es grato, con una agradable cafetería y un escenario minúsculo, que en este caso se utilizó para butacas, dándose la representación en un espacio central y bajo. Esto tuvo dos inconvenientes, al margen de la obra y su escenificación. Una, que la cabina de luces quedó al frente del escenario, en que se acomodó a varios espectadores, pareciendo un elemento escenográfico, con esa ventana iluminada por necesidad, con lo que en un principio el técnico produjo la sensación de un personaje, quizás voyerista, de la acción. El otro, que se dejaron ver artículos de la bodega como escalerillas, botes y aditamentos de aseo. Pero esto último no fue más que uno de los muchos descuidos del director.

El texto de Bernal se basa en un desfalco hecho por dos asesores bancarios, pareja de amantes que tras ``dar el golpe'' se reúnen en un hotel antes de que el hombre saque los bienes a Brasil. La anécdota mínima, que tiene un final inesperado, es alargada por el autor a base de diálogos interminables --uno consiste en la historia y preparación del mole poblano-- y situaciones muy ajenas a trama y personajes, como el hecho de que la mujer haga brujerías. Algo que se entiende poco es que la mujer deba vestirse de hombre para alejar sospechas en su cita clandestina en un hotel de paso, lo que a mi entender llama un poco más la atención.

Los actores, me parece que egresados de la escuela Andrés Soler, tienen un desempeño apenas regular, pero la falla mayor del director, Renato de la Riva, estriba en muchos de los detalles. Los cómplices se han hecho muy ricos, pero celebran con unos daditos de jamón y una botella de algo que, al ser servido, tiene el color, la consistencia y la espumita de una Coca Cola. No tiene caso insistir más, aunque la necesidad de estos espacios alternativos --que en la propaganda de Luces de Bohemia aparece como un off Insurgentes a la manera de un off Brodway-- no puede basarse más que en la calidad de lo que en ellos se presente. Mientras no sean sede de la imaginación y la fuerza teatral, poco se explica su razón de ser.