Pedir préstamos para pagar préstamos no reclama, en el arte de la economía, mayores méritos. Presentar esta operación como un ``éxito económico'' supone, en cambio, virtudes privadas (inconfesables) y vicios públicos (consignables). El infortunio de la deuda es su aritmética. La amargura de los 7 mil 900 millones de dólares que faltan por pagar este año no debería boicotear la alegría de los 100 millones de dólares anuales que nos hemos ahorrado durante los próximos once años. La puntualidad y la disciplina del gobierno para prepagar los servicios de la deuda externa son asombrosos. Transferir la décima parte del mismo fervor al pago de la deuda social contraída con la nación sería todavía más admirable. Haría de México otro país, acaso menos cruel y más productivo. Pero las finanzas internacionales son uno de los últimos dominios en los que el prefijo ``pos'' --en este caso: pospagar-- resulta todavía sacrílego. Entre las naciones como entre los individuos el que adeuda no manda, a menos que el gobierno decidiera barzonizar la deuda externa. Por ahora, un Gedankenezperiment (experimento imaginario) inconcebible.
¿Por qué prepagar si ni siquiera hay para pagar?
Para reiterar su solvencia frente al congreso estadunidense, William Clinton tenía que demostrar la solvencia del gobierno de Ernesto Zedillo. La operación rescate de febrero de 1995 devino una operación maquillaje. El tratamiento le costó al país más de 3 mil millones de dólares. En su gira por México, el presidente de Brasil, Fernando Cardoso, lo llamó ``uno de los mayores embustes de final de siglo''. Fue una definición diplomática. Pero en las transacciones de pago y mayor endeudamiento de las semanas pasadas hay algo más decisivo aún: la irracionalidad de la economía electoral.
Para evitar catástrofes mayores, técnicamente el peso debería ya empezar a ser devaluado. Lo sugieren los especialistas de Merryl Lynch y los de la Comisión de Estudios Económicos del Parlamento Europeo. La inflación del año pasado llevó los precios mexicanos, una vez más, a las alturas. Su valor real ha descendido visiblemente. La balanza comercial puede, en los próximos meses, enfrentar presiones enormes. ¿Qué impide una devaluación? La respuesta es sencilla y alarmante: la decisión del gabinete de no devaluar para apuntalar las posibilidades de triunfo del PRI en las elecciones de agosto de 1997. Es difícil pensar que un PRI devaluado tenga hoy las menores posibilidades de obtener la mayoría en los comicios de agosto.
Posponer una devaluación significa aumentar su explosividad y su peligrosidad. La historia reciente de la política mexicana cuenta con una experiencia abrumadora al respecto. Lo nuevo es que el ciclo de gasto electoral-inflación-devaluación se esperaba tradicionalmente hacia el final de cada sexenio, en los meses previos a la sucesión presidencial, y ahora se observa en los meses previos a la sucesión del Congreso.
El acto de prepago de la deuda contraída con el Departamento del Tesoro apuesta a la obtención de fianzas y confianzas futuras frente al sombrió futuro del peso. Es una operación prerrescate. En realidad se trata de salvar al PRI sacrificando a la nación. Prepagos, pagos y créditos provienen finalmente de los bolsillos de quienes hoy deben protestar con la muerte por hambre para hacer válido el derecho elemental de indemnización laboral o quienes deben observar el cinismo de una administración que prepaga en Washington y huye de sus responsabilidades sociales en Chiapas y frente a la nación entera.
Hay una manera muy sencilla de hacer frente a la tormenta especulativa que se avecina: devaluar cuando las necesidades de la economía lo dicten, despolitizar el valor del peso, suprimir los ``gastos'' dirigidos a la compra de votos, racionalizar y desburocratizar el presupuesto social y dejar que la política y la democracia hablen por sí mismas. En otras palabras: apostar a la nación, no al PRI.