Horacio Labastida
Soberanía, libertad y fuerza del Estado

La idea de soberanía fue definida por el Constituyente de Chilpancingo (1813-15), en los artículos 2 y 9 del Decreto Constitucional de Apatzigán; no sólo reconoce el derecho de autodeterminación, sino que declara la vigencia de tal derecho al establecer que ningún pueblo puede impedir a otro su libre ejercicio. Y junto a esta concepción del Estado como institución autónoma y jamás heterónoma, por lo cual la soberanía es absoluta y no relativa, la propia cultura política insurgente, en los artículos 24 y 27 del Decreto otorgó a la libertad primerísima importancia. La seguridad del ciudadano es garantía social que no puede existir ``sin que fije la ley los límites de los poderes y la responsabilidad de los funcionarios públicos'', en la inteligencia de que tal seguridad, identificada como felicidad, consiste en el goce de igualdad y libertad, dándose el carácter de tiránicos y arbitrarios a los actos que la violan (Art.28); conceptos estos cabalmente ratificados en las constituciones de 1857 y 1917.

Al lado de esas aportaciones esenciales en nuestra teoría del Estado cabe colocarse el supremo deber que, por su eminencia, substancia las ideas que se han mantenido de modo virtual o actual en el país; la justicia social, demandada por Morelos al Constituyente de Anáhuac, fue olvidada en 1814 y 1857, y recuperada por la asamblea revolucionaria del Teatro de la República. En los Sentimientos de la Nación, del Caudillo michoacano se exigen medidas para hacer menos ricos a los ricos y menos pobres a los pobres. En su tiempo esta doctrina de la justicia no tuvo ningún precedente en las revoluciones de 1776 y 1789, ni en Juan Jacobo Rosseau ni en los años de la Tribuna del Pueblo (1795) del babuvismo; hacer del Estado instrumento del poder en manos del pueblo es la categoría que los insurgentes legaron a los revolucionarios de nuestro siglo a través del emblema zapatista de Tierra y Libertad.

Con tales valores se forjó la conciencia pública del mexicano a lo largo de los años de vida independiente; y esta conciencia es la que ha defendido la integridad de México ante la avalancha del capitalismo imperial que nos ha embestido desde el revanchismo de Fernando VII (1829) hasta los contemporáneos secuestros de recursos naturales acompañados de un esfuerzo por transformarnos en pueblo maquilador de bienes a ideas ajenos.

Los dos más peligrosos atracos del siglo XIX perfilaron bien las ambiciones en juego. La guerra del expansionismo yanqui entre 1846 y 1848, concluyó en una usurpación territorial y en la supeditación con que trataron de cargarnos Polk y sus seguidores de la Casa Blanca. El Segundo Imperio francés quiso suplir la soberanía con una corona pelele y allegarse el noreste geográfico. Tuvimos así un anticipo de la barbarie totalitaria. Estos proyectos prepotentes tienen otros tonos desde el desmoronamiento de la URSS y la emergencia de tres centros hegemónicos del capitalismo trasnacional. Estados Unidos contempla con preocupación la creciente y superior economía de Alemania y Japón, y para asentar su gravitación en el mundo cuenta con las armas de destrucción masiva --sus ojivas nucleares podrían volar el planeta en añicos--, y Latinoamérica como un coto capaz de cubrir los requerimientos de sus élites opulentas.

La globalización que nos incluye y la ideología neoliberal son los elementos de guerra que el Tío Sam utiliza sobre las naciones que por sus necesidades estructurales trata de avasallar. En nuestro caso, la metamorfosis de las leyes revolucionarias en leyes no revolucionarias, la sustitución del gobierno comprometido con el pueblo por otro sólo comprometido con minorías clasistas enhebradas en las del capitalismo internacional, y el cambio de la cultura propia por una utilitaria que diluye la sabiduría en el desempeño de un empleo y el goce de la violencia como instancia estética, así como la mutación de las riquezas y el trabajo patrios en insumos metropolitanos, son todos, sin excepción, aspectos sobresalientes del momento presente. En consecuencia, la protesta o rebelión contra estas estructuras de explotación significan, para sus apologistas, la puesta en peligro de sus intereses y el derrumbe de la injusticia que les es favorable; de ahí la aplicación de la fuerza del Estado para bloquear y extinguir el acto liberador. Aunque ya resuelto afortunadamente con la garantía de Emilio Chuayffet, la larga y atribulada huelga y la agresión que sufrieron los barrenderos tabasqueños el domingo pasado por un batallón de policías bien armados, se explica en sus raíces profundas si tales hechos se ubican en la descrita atmósfera continental.

La soberanía nacional, las libertades ciudadanas y la justicia social son los elementos que el neoliberalismo de nuestro tiempo y los señores del dinero que lo impulsan desearían ver extinguidos en el espíritu de los valientes pueblos latinoamericanos.