¿Ha cumplido el Infonavit con las metas para las que fue creado? ¿Se ha librado de la corrupción? ¿Ha sido satisfactoria la forma en que se ha desempeñado? Es difícil que alguien pueda contestar afirmativamente a estas preguntas sin incurrir en mentiras. Más aún, a casi 25 años de fundado es posible afirmar que existe una palpable y comprensible molestia ciudadana por la lentitud y los vicios que se han desarrollado en su interior.
La situación del Infonavit ha alimentado un recurrente intercambio de opiniones a lo largo de los últimos años. Las propuestas de solución ofrecidas son variadas y valdría la pena sopesarlas, debatirlas y decidir lo que resultara más adecuado para los trabajadores y el país.
En este debate habrá que enfrentar todos estos males que indudablemente aquejan a ese organismo y definir claramente posiciones. No hay, en este como en otros casos, ninguna participación inocente o neutra. Toda opinión revela las particulares ópticas que hoy se discuten a nivel nacional sobre la responsabilidad del gobierno en temas y áreas estratégicas para la vida nacional, como lo es el de la vivienda para los trabajadores.
En este sentido, el principal debate que hay acerca del Infonavit es sobre su propia existencia. Diversas voces, provenientes de algunos empresarios, académicos y uno que otro funcionario con corazón blanquiazul proponen, en público o en privado, la desaparición de ese instituto, habida cuenta de sus mencionados problemas. Asimismo, se propone que los recursos captados sean administrados por los bancos.
Esos mismos bancos que, a pesar de los multimillonarios rescates con fondos públicos, no terminan de alzar la cabeza, pero sí continúan cobrando intereses altos y enfrentando problemas administrativos varios.
La propuesta de desaparición del Infonavit y la administración privada de los fondos para vivienda parte de premisas ciertas para llegar, por caminos tramposos, a conclusiones falsas. Equivale a decir que si el niño está enfermo hay que matarlo para remediar, de una vez por todas, sus males.
La corrupción, ineficiencia y burocratismo son enfermedades nacionales que debemos luchar por erradicar. Son rémoras abominables en todos los órdenes, pero más graves y más intolerables cuando se trata de asuntos y organismos públicos.
Muchos creemos que el gobierno, como parte fundamental del Estado mexicano, debe ser el garante de un pacto de gobernabilidad con la sociedad. Dicho pacto descansa sobre el compromiso, explícito en la Constitución General de la República, de propiciar un desarrollo social generalizado. Quien asuma que esto es sólo palabrería discursiva, deberá reflexionar que uno de los componentes de la estabilidad que durante más de 60 años se disfrutó fue, precisamente, la existencia de un enorme aparato gubernamental dedicado a vigilar la satisfacción de las necesidades básicas de los mexicanos: salud, educación, alimentación, abasto y vivienda.
Ha pasado una década y media desde que ese aparato empezó a ser desmontado, dejando una demanda de millones de mexicanos a los que la iniciativa privada no puede ni quiere atender. Se olvidó una cosa básica. Nuestra iniciativa privada, por desgracia, también está afectada por la corrupción, el burocratismo y la ineficacia.
Demos el debate a esas voces que hoy proponen la privatización y el desmembramiento de estas instituciones claves en nuestra vida social. Evitemos caer en la falsa dicotomía: eficiencia=iniciativa privada versus ineficiencia=administración pública, que ha demostrado con creces ser falsa.
Regresarles a estas instituciones sus objetivos originales y dotarlas de las necesarias reformas y recursos para su operación eficiente, modificando sus esquemas de operación y funcionamiento para arrancar de raíz sus graves defectos, daría más resultado que cualquier tarjeta para pobres. ¿Apostamos?