Los viajes determinan, precisan, dan forma a la reflexión estética de Wim Wenders. En su primera visita a Estados Unidos, el director alemán admite el pánico que siente al dejar la ciudad de Nueva York para explotar el resto de la ``gran pradera'': un horizonte interminable, poblado de signos herméticos, fluorescentes, angustiantes: un territorio de soledad. Ese viaje, ese primer desplazamiento de una cultura vieja y lacerada a otra, moderna, prepotente e ingenua, lo fascina y aterra. Wenders vive la experiencia como una novela iniciática, como el itinerario romántico del Wilhelm Meister de Goethe (cuya primera parte, ``Los años de formación'', será sustento narrativo de la película Falso movimiento), o la experiencia de Rastignac en Papá Goriot o de Lucien en Las ilusiones perdidas, o a través de su entusiasmo por La educación sentimental de Gustave Flaubert.
Wim Wenders mantiene una colaboración estrecha con un joven escritor alemán, Peter Handke; con él comparte entusiasmos y una visión semejante de la realidad alemana. Wenders en Norteamérica, con su sofisticada formación de cinéfilo parisimo, reinterpreta la realidad circundante, deja en segundo término la necesidad de cuestionar, de actuar y comprometerse políticamente, y cultiva una estética propia de la contemplación. Ver, observar, ser un cronista. Como Dziga Vertov, en 1929, con El hombre de la cámara, o Walther Rutmann, en 1927, con Berlín, sinfonía de una ciudad, o el escritor Christopher Isherwood con sus historias berlinesas, al proclamar una literatura de la mirada (``Soy una cámara'').
Mirada y desplazamiento. Por el paisaje urbano estadunidense de Alicia en las ciudades, a lo largo de la frontera entre las dos Alemanias en En el transcurso del tiempo, por el extenso recorrido planetario de Hasta el fin del mundo. Wenders es el observador itinerante, el ``profesional de la mirada'', y la mayoría de sus protagonistas participa de esa vocación de escrutinio: el fotógrafo Philip Winter que con su Polaroid registra todo lo que le interesa en Estados Unidos, o el guardameta de El miedo del portero ante el penalty, que desde su puesto de vigía observa los movimientos y estrategias de los jugadores en la cancha, y los enojos y entusiasmos de los aficionados: la portería, otra cámara de cine; el guardameta, otro realizador anhelante y angustiado. O el proyeccionista de cine en En el transcurso del tiempo, o el director de cine en El estado de las cosas, o ese profesional del escrutinio, el detective en Hammett. Otra variante en el ejercicio de la observación: el cineasta mira la mirada ajena; tal es el caso del propio Wenders frente a Nicholas Ray en Nick's movie o Relámpago sobre el agua, o frente a la mirada de Ozu, o a la del director Friedrich Monroe en Historia de Lisboa.
En Falso movimiento, segunda parte de la trilogía que inicia con Alicia en las ciudades y concluye con En el transcurso del tiempo, el personaje Wilhelm Meister (Rüdiger Vogler, actor fetiche y alter ego de Wenders) deja a su madre y su pueblo natal en el Báltico para lanzarse a una larga peregrinación por Alemania con el propósito de volverse escritor. Como en Alicia en las ciudades, fábula del desencanto y del absurdo, a lo Lewis Carroll, el protagonista descubre --al contacto con otros cinco personajes, entre ellos un viejo nazi que se suicida-- la inutilidad de su esfuerzo, su impotencia para la creación, su esterilidad amorosa y la manera en que esta suma de insuficiencias refleja el estado actual de Alemania, esa ``madre lívida'' de la que hablan Brecht y la cineasta Helma Sanders-Brahms. Falso movimiento es, en apariencia, la cinta más hermética de Wenders, con su lenguaje fílmico en ruptura abierta con las tradiciones narrativas (secuencias muy largas, cámara inmóvil, monólogos en off, con sólo el reflejo luminoso de un televisor), y también el contacto más estrecho del director con el lenguaje literario, la ficción neutra, opaca, minimalista, de Peter Handke.
Con En el transcurso del tiempo, cinta que cierra el tríptico de nomadismo, estamos frente a un híbrido narrativo, un documental salpicado de ficción o una fantasía de realismo exacerbado. Una secuencia célebre: la filmación en directo del acto de defecar del protagonista Bruno Winter (Rüdiger Vogler) en la carretera. Como fondo anecdótico: el encuentro de dos personajes errabundos: un proyeccionista ambulante y un pediatra que acaba de dejar a su mujer. Juntos recorren 700 kilómetros de frontera con Alemania Oriental. Dos hombres en una cinta que es, nuevamente, novela de formación y road movie. El Wilhelm Meister de Goethe se convierte en un nuevo Pierrot el loco, sin compañía feme-nina, con la amistad viril que añora los westerns crepusculares de Howard Hawks o de John Ford. Estamos de hecho más cerca de la influencia beat (In the road, de Jack Kerouac) y del impacto generacional de la cinta Easy rider de Dennis Hopper. Una vez más, la narración neutra se demora en largas secuencias hasta totalizar una versión de tres horas, difícilmente comercializable. Película emblemática de una generación --la del desasosiego juvenil europeo en los 70--, y de una nación fragmentada por la Segunda Guerra. ¿Cuántas veces habría que fragmentar a Alemania para conjurar por siempre el fantasma de la vieja po- tencia imperialista? El escritor Francois Mauriac llegó a murmurar con malicia: ``Alemania es demasiado bella para conformarnos con una sola''.
Cinemanía, en Plaza Loreto, exhibe actualmente, y hasta el 26 de febrero, una retrospectiva de once largometrajes de Wim Wenders