Miguel Covián Pérez
El derecho a la vida

El primero de los derechos humanos, anterior y superior a todos lo demás, es el derecho a la vida. Ninguno de los bienes jurídicos que las leyes protegen tendría sentido si no se antepone a todos los deberes correlativos del Estado y de la sociedad, el de preservar la vida humana.

Uno de los temas de más elevada significación que ha abordado la filosofía jurídica es el de aceptar o rechazar el libre albedrío del individuo para decidir su muerte o cometer actos que conduzcan a ese resultado. El suicidio no es un acto punible, porque quien lo consuma queda fuera del alcance de cualquier autoridad y el que lo intenta fallidamente, si fuese sancionado, deseará la muerte con mayor vehemencia. El deber jurídico y moral de sus congéneres y de las autoridades que los representan, es alejarlo de sus proclividades autodestructivas y proporcionarle atención médica, corporal y mental, para reparar los daños que pudo haberse causado.

¿Debe respetarse la voluntad de la persona que decidió morir o que, por ignorancia u otras motivaciones, realiza actos que ponen en peligro su vida? Hay enfermos en fase terminal que reclaman la muerte como el mal menor y que nos despiertan honda conmiseración, aunque se requeriría del gélido temperamento de un doctor Kevorkian para asumir el papel de coadyuvantes.

Los fanatismos suelen conducir al suicidio. Los pilotos kamikases dieron ejemplos escalofriantes durante la segunda Guerra Mundial y los bonzos convertidos en crepitante hoguera nos provocan el íntimo desconcierto que nace de todo espectáculo irracional. Mucho peor es el caso de los hombres-bomba que saltan en pedazos por cumplir una consigna terrorista.

Ha habido suicidios colectivos espeluznantes. El más reciente ocurrió en Waco, Texas, cuando murieron decenas de hombres, mujeres y niños, afiliados a la secta de los davidianos, después de prender fuego al edificio en que permanecían, como recurso extremo para impedir la captura de su líder por los agentes del FBI que los rodeaban.

No todos los suicidios son instantáneos ni plenamente conscientes. El alcoholismo y otras variantes de la fármacodependencia son procesos autodestructivos que desembocan, en una creciente proporción de casos, en el deceso de quienes los padecen. La anorexia es una enfermedad psicosomática también equivalente al suicidio, pues quien la sufre se resiste a comer o lo hace en cantidades y calidades ínfimas, que le provocan desnutrición perniciosa y degradación de órganos vitales. Ninguna persona enferma de anorexia puede ser abandonada a su obsesiva inhibición del apetito, sin exponerla a morir en un tiempo más o menos breve.

Una huelga de hambre prolongada tiene efectos similares, agudizados por las presiones mentales y emocionales de quien se impone a sí mismo la falta de alimentos. Sin pretender dramatizar, su comportamiento es equiparable a un lento proceso de suicidio. Si alguno de mis familiares decide dejar de comer durante un tiempo que implique riesgos para su salud, yo lo llevo a un hospital, aun en contra de su voluntad, sin que nadie pueda acusarme de haber violado sus derechos individuales.

Todos cuantos se ponen en huelga de hambre deben quedar obligatoriamente protegidos por las autoridades sanitarias, aunque se opongan a ser atendidos, a menos que se considere que el derecho a la vida es renunciable o que lo es en ciertos casos, por ejemplo, cuando se invocan motivaciones sociales. De asumirse este criterio no habría más que un paso hacia el fanatismo político y sus secuelas degradantes y autodestructivas.

A la luz de la filosofía jurídica y de la ética, ha sido incomparablemente más edificante y plausible que las autoridades gubernativas (quienquiera que haya dado la orden) interrumpieran el proceso suicida de los barrenderos tabasqueños y los trasladaran al hospital donde recibieron atención médica y les salvaron la vida, que la resistencia que siempre opusieron a esa intervención sus líderes y acompañantes. Según todos los indicios que dejaron con sus empecinadas tácticas de lucha, los Salgados y los Magañas habrían preferido la consumación del sacrificio. Para sus fines, hubiera sido más redituable la impactante noticia de un funeral, que la raquítica publicidad que mereció el bailongo del viernes por la tarde.