MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
La sombra de una vida
Me pasé la mañana buscando un punzón. En todas las mercerías me dijeron lo mismo: ``No tenemos. Váyase al centro, seguro lo encontrará''. Por más que lo intenté, no conseguí que los dependientes me dieran indicaciones más precisas. Una despistada como yo las necesita. A mi madrina Isabel --que en paz descanse-- ese mínimo indicio la hubiera bastado y hoy habría un punzón entre los muchos objetos que me heredó.
Nunca he conocido a nadie que tenga el instinto rastreador de mi madrina. Ella estaba consciente de poseerlo. ``Creo que en otras vidas fui gambusina'', decía en broma. Muchas veces, a mi regreso de la escuela, me anunciaba: ``Apúrate con la tarea. Quiero me acompañes. Necesito encontrar...'' Con igual ahínco buscaba una cucharita, un capelo, una caja de dimensiones precisas, ciertas telas, galones. Nunca fracasó. Los objetos y materiales en los que nadie reparaba parecían haber estado esperándola para que los rescatara del olvido.
En cierta forma eligió todas esas cosas para mí, para llenar o recubrir los espacios vacíos que pudieran recordarme mi orfandad. La preocupación de mi madrina era injustificada. No conocí a mis padres; murieron en el mismo accidente. En mi memoria no hay siquiera la sombra de sus rostros o el eco de sus voces. Para mí todo empezó en la casa de mi madrina Isabel. Soltera, sin hijos, nunca pretendió fingirse mi madre; en cambio hizo hasta lo imposible por dármelo todo, hasta un destino. Se empeñó en buscarlo el día en que el suyo tuvo la marca de la fatalidad.
Todo comenzó una mañana. Me despertó el ruido desordenado que provenía de la recámara de mi madrina. La encontré subida en una silla, revolviendo las cosas que guardaba en el clóset. ``¿Qué buscas?'' Respondió impaciente: ``Nada. Ve a bañarte. Ya es hora de que te vayas a la escuela''.
Por la tarde encontré a mi madrina pálida, inapetente. Varias veces se levantó de la mesa para revolver en algún cajón hacia el que la guiaba su instinto rastreador. Al fin murmuró: ``¿Dónde la habré dejado?'' La pregunta sólo podía estar dirigida a mí, pero cuando de nuevo quise saber qué buscaba, mi madrina guardó silencio. Luego me sonrió, como si quisiera disculparse y sin énfasis aclaró: ``Una radiografía del pecho. Me la tomaron hace tiempo''. ``¿Para qué la quieres?'' Apretó los labios y dio el asunto por concluido.
El resto de la tarde fue extraño. Las dos estábamos como al acecho. Quizá tuve esa sensación por la insistencia con que mi madrina veía el reloj. ``¿Vamos a salir?'', pregunté, segura de que iba a llevarme hacia alguna de sus pesquisas. ``Yo sí, tú tienes que hacer la tarea. No sé cuánto voy a tardarme. No le abras a nadie''.
Vivimos muchos momentos iguales y acabé por sospechar que mi madrina tenía un amante. Sólo eso explicaba su dependencia del reloj y sus escapatorias vespertinas. Experimenté sentimientos encontrados: primero rabia y celos, pero luego me alegré de que una relación amorosa la compensara por la mediocridad de su trabajo: asistente de pedicurista. Lo aceptó por la conveniencia del horario --de 8 a 3 de la tarde, lapso en que yo también permanecía fuera de casa-- y después por afecto al doctor Zambrano. También sentí miedo de que la relación pudiera desembocar en matrimonio, cosa que podría separarnos aun si el hombre aceptara que yo siguiera viviendo con ellos.
Mis sospechas crecieron conforme fui percibiendo otros cambios en los hábitos de mi madrina: empezó a maquillarse y a encomendarme tareas que antes sólo ella realizaba. Mis nuevas responsabilidades no me desagradaron; en cambio, me disgustó la insistencia con que Isabel me observaba. ``¿Qué tengo? ¿Por qué me miras así?'', le pregunté una noche en que la situación me pareció ya intolerable. Suspiró: ``Ya estás grande. En junio cumplirás 14 años''. Me fui a la cama resentida, segura de que esa obviedad era el anuncio de la separación. Me equivoqué sólo en una cosa: el motivo.
Fueron semanas horribles. La vida perdió todos sus encantos. Mi madrina y yo hablábamos poco y nunca volvimos a salir al encuentro de objetos olvidados; ella se afanó en ordenar cosas y papeles, yo me hundí en mis libros y cuadernos de ejercicios, pero con pésimos resultados. Mi aprovechamiento bajó tanto, que una tarde regresé a la casa con un citatorio firmado por la directora de la escuela. Mi madrina no pareció sorprendida y hasta pensé que esperaba la notificación.
El lunes siguiente mi madrina faltó a su trabajo y juntas fuimos a mi escuela. Cuando llegamos me pidió quedarse sola con la maestra Garfias. Disgustada por lo que consideré un nuevo rechazo, fui a mi salón. No pude concentrarme. Imaginaba de qué estarían hablando las dos mujeres y a cada momento me volvía hacia la ventana. Poco antes del recreo vi a mi madrina atravesar el patio rumbo a la puerta. Estaba demasiado lejos y no podía ver su expresión; sin embargo, algo en su forma de caminar me reveló su pesadumbre.
Las amenazas de mi profesora no me impidieron salir corriendo del salón. Atravesé el patio, abrí la reja apenas entornada y en la calle alcancé a mi madrina. Llorando en silencio me abrazó. Aquel fue el último día que fui a la escuela.
Apenas llegamos a la casa, mi madrina se dedicó a explicarme una serie de hechos y términos que no pude o no quise entender, excepto que nuestra separación estaba próxima, y no porque ella fuera a casarse, sino porque iba a morir. Una antigua enfermedad a la que nunca concedió importancia había cobrado dimensiones fatales. Las posibilidades de vencerla eran mínimas, aun cuando aceptara someterse a varias operaciones y después --si los resultados eran positivos-- a una existencia que cuando mucho sería la sombra de una vida. Concluyó: ``No quiero eso, ni por mí ni por ti. Si he de morirme que sea en mi casa y no en un catre de hospital, hecha pedazos, llena de sondas y de tubos''.
Al fin, con muchos esfuerzos y dolor, comprendí lo que mi madrina me decía. También me expliqué sus nuevos hábitos, sobre todo el de maquillarse. Le supliqué no hacerlo ya: no quería dejarla sola, detrás de su máscara, enfrentada a los estragos de una enfermedad que a partir de ese momento no fue nada más suya.
Mi madrina aceptó a cambio de arrancarme promesas que respeté como nuevos Mandamientos: no entristecerme ni rebelarme contra los designios de Dios; no volver a referirme a la enfermedad; si se agravaba, no consentir en operaciones o traslado al hospital; velarla en su casa. Tardé un buen rato antes de hacerle el último juramento: ayudarle a encontrar un esposo para mí: ``No quiero dejarte sola''.
En la extraña búsqueda, que se prolongó varias semanas, mi madrina aplicó su instinto rastreador. Visitamos a las viejas amigas que tuvieran hijos casaderos, a parientes lejanos que nos recibieron con desconfianza y malhumor, centros vacacionales para familias, cafés con manteles de guipuro y floreritos. Pudimos evitarnos el trabajo si hubiéramos comenzado por el consultorio del pedicurista. En su hijo Ignacio mi madrina vio al candidato perfecto una tarde que fui a buscarla y descubrió la forma en que él me miraba. Me lo hizo notar con la satisfacción que coronaba el hallazgo en las tiendas de pequeños objetos olvidados.
Reunió muchísimos. Los conservó todos, incluso la radiografía que halló sepultada entre papeles y retratos. La placa es vieja. Jamás podré interpretarla. La guardo porque me dice algo de lo que aquella mujer extraordinaria tenía en su corazón y también porque refleja la sombra de una vida.