José Agustín Ortiz Pinchetti
Panorama en víspera de la batalla

1997 será un año predominantemente electoral; las fuerzas políticas se disputarán mil 500 cargos a nivel federal, se renovará totalmente la Cámara de Diputados y una tercera parte la de senadores. Habrá elecciones locales en 12 entidades de la República. Estamos ante lo que se ha llamado ``elecciones de mitad del término''. Normalmente el Presidente y su partido llegan a su apogeo sexenal en este punto. Este año las cosas serán distintas.

El presidente Zedillo no ha logrado (según las encuestas) ni siquiera el 50 por ciento de la aprobación popular. El PRI no es la maquinaria que Luis Donaldo Colosio logró recuperar en 1991. Es un partido con graves resquebrajaduras internas y con los niveles más bajos de credibilidad. Por primera vez en su larga historia muchos de sus mejores cuadros, de sus bases, de sus simpatizantes, empiezan a vivir una situación de pesimismo y en algunos extremos de abierto derrotismo.

Los partidos de oposición no están aprovechando la crisis del sistema. Han sido incapaces de unirse. Ni siquiera la posibilidad de un programa común para una reforma política profunda para disminuir las diferencias, los odios, los rencores. Aunque cada uno de los dos grandes partidos de oposición podrán cosechar triunfos merecidos, no es seguro que logren una victoria rotunda.

El fenómeno más importante del momento no es la contienda en sí misma, sino el efecto de prueba al que se someterá el proceso de transición hacia la democracia. La reforma electoral va a demostrar su firmeza y su flexibilidad, sus alcances y límites en las campañas y en los procesos electorales que se aproximan. Si se demuestra que la nueva ley y la nueva organización no dan para lograr elecciones libres, limpias y justas, la oportunidad de un tránsito fluido terminará este mismo año. Resulta muy difícil imaginar las consecuencias que provocaría un fracaso colectivo de esta magnitud en la economía, en la inconformidad social y en la imagen de México en el exterior.

Hasta hoy todos los pronósticos respecto de las distintas crisis políticas han fallado. Los analistas no supieron prever el surgimiento del neo-cardenismo en 1988. Tampoco la recuperación del PRI en 1991. Muchos pensamos que en 1994 habría un ``choque de trenes''. Nos equivocamos. Nadie previó la aparición de un candidato panista carismático como Diego Fernández de Cevallos, que en hora y media de debate televisivo se ganó un enorme capital de votos.

Aquellos que creyeron que el salinismo duraría una generación mordieron también el polvo. Los trenes no chocaron, pero el salinismo se hundió para siempre y arrastró con él al país, a su economía, a su crédito. Parece que hay una gran debilidad en nuestra capacidad de prospección política. Es muy difícil anticipar lo que va a suceder a partir de que en mayo las campañas alcancen su auge.

Pese a todas las sombrías predicciones, este proceso electoral puede significar una gran oportunidad. Los elementos están dados: las autoridades electorales tienen más credibilidad que nunca; los sucesos violentos se han controlado; parece existir un firme propósito de Ernesto Zedillo por llevar a cabo una transición pacífica, existe una ciudadanía más participativa y una opinión pública más abierta; la reforma política ofrece, como nunca, grandes oportunidades a la oposición. Basta con revisar los cambios que se realizaron a la ley en materia de financiamiento y acceso a los medios de comunicación para entender la ampliación del ámbito de competencia.

En ningún otro tiempo en la historia política de México se han dado simultáneamente tantos elementos sombríos y amenazantes, así como tantos signos de cambio que permiten augurar una esperanza de un cambio político. Una esperanza, en ningún caso una certeza.

El gobierno, los partidos, la clase política, los que participan y los que se marginan, todos estamos ante lo que Toynbee llama un reto. Es decir una circunstancia dura, capaz de estimularnos, pero que si no la sabemos afrontar podría volverse abrumadora e insalvable.

No tendremos que esperar mucho tiempo. En menos de 30 semanas sabremos si tendremos que resignarnos a entrar a una etapa de tiempos revueltos o podemos responder al reto de la modernidad política y le hemos abierto camino a la democracia. Si logramos que el tema electoral quede superado de modo definitivo, podremos emplear nuestra energía en la recuperación económica del país. En reiniciar nuestro crecimiento. En trabajar para prosperar y para repartir mejor los frutos de la prosperidad.