La Jornada Semanal, 26 de enero de 1997


Veneno lento: cine y memoria

José María Pérez Gay

Escritor, autor de la novela La difícil costumbre de estar lejos y del libro de ensayos El imperio perdido, director de Canal 22, José María Pérez Gay es un interlocutor privilegiado con la cultura alemana. En este artículo, ofrece un breve y entrañable retrato de las condiciones en que surgió el nuevo cine alemán.



Si la memoria no me engaña, a finales de julio de 1966 uno de nuestros profesores de literatura alemana, Alexander Kluge, nos invitó a ver, en la Academia de Bellas Artes de Berlín Occidental, su película Abschied von Gestern (Adiós al ayer), que fue traducida, creo, como La muchacha sin historia. Por ese entonces, el cine y la televisión eran una de las más pobres muestras culturales no sólo de Alemania Federal sino de Europa Occidental. La distancia que existía entre el poderío económico de la joven república y la pobreza de su cine y su televisión era abismal. Cuando los alemanes querían recurrir a un largometraje que demostrara el talento y la capacidad latente de sus cineastas, mencionaban, inevitablemente, a Bernard Wicki y su película Die Brücke (El puente) como el ejemplo a seguir, porque lo demás eran los culebrones de Heinz Lumann y Liselotte Pulver, que yo devotamente veía para aprender alemán.

A principios de los años sesenta, los medios masivos de la República Federal de Alemania fabricaban una efectiva amnesia social, porque esa sociedad no quería, ni podía, recordar lo que había sucedido en su territorio quince años atrás. Cualquier persona tenía derecho a olvidar el horror y la muerte. La vida sólo es posible si hay olvido. Tal vez haya algo más piadoso para los muertos que el recuerdo: el olvido. El perdón no es sino una ratificación moral del olvido.


Fassbinder, Herzog y Wenders, Cuarto 666/ No importa cuándo , Cannes, 1982


Los jóvenes cineastas alemanes reaccionarían contra esta actitud, y serían custodios de la memoria. Recuerdo que al salir de la Academia de Artes Hartmuth Lange, un dramaturgo que había huido de la Repúplica Democrática Alemana, me dijo que había nacido un nuevo cine alemán. Adiós al ayer se atrevía, por primera vez en la época de la posguerra, a mirar el pasado no como una maldición divina sino como el territorio del combate íntimo del miedo. Debemos tener, nos decía Kluge, menos miedo de nuestros miedos.

Por esas fechas se había fundado el Patronato de Joven Cine Alemán, organismo que concedía créditos sobre guión. Alexander Kluge, Peter Schamoni y Volker Schlöndorff empezaron a preparar sus proyectos.

Mis dieciséis años en Alemania vieron nacer y morir muchos empeños cinematográficos de los directores más jóvenes, surgir muchos largometrajes y apagarse y debilitarse entusiasmos grandilocuentes; vieron nacer un cine alemán de gran factura y encender su pasión por la realidad alemana; vieron hacerse a Reiner Werner Fassbinder y a Volker Schlöndorff, Jean Marie Straub y Werner Herzog. Desde entonces, en Alemania el cine se convirtió no sólo en espectáculo, sino también, y sobre todo, en un medio que destruyó como un veneno lento y eficaz uno de los mayores obstáculos de la nación: el carácter provinciano alemán.

Por el cine joven, como se le llamaba entonces, la upper middle class alemana reconoció sus verdaderas pretensiones, supo que la Heimat (el terruño, la patria chica) no era el único mundo, que Hamburgo no era el único puerto y que el catolicismo bávaro estaba a la altura de cualquier catolicismo africano o latinoamericano. Con El honor perdido de Katharina Blum nació para mí el momento más rico y crítico de este cine.

Por aquellos días se desató en la República Federal de Alemania una persecución salvaje y paranoica contra cualquier persona sospechosa de simpatizar con la guerrilla urbana, la Fracción del Ejército Rojo del grupo Bader-Meinhof. Schlöndorff y Von Trotta filmaron la novela de Böll como una advertencia contra la histeria colectiva; logró poner sobre el tapete la discusión en torno a los derechos humanos y rescatar el honor perdido de numerosa gente acosada por la locura.

La primera película de Wim Wenders que vi en Berlín fue El miedo del portero al penalty. Debo confesar que no me gustó, porque me pareció que estaba muy por debajo de la novela de Peter Handke, y que el texto del novelista casi había desaparecido del guión. En lo personal, me hubiera gustado más que Wenders filmara la Carta breve para un largo adiós.

El carácter provinciano alemán al que me he referido sufrió con Wenders un golpe mortal. Wenders hizo del viaje el tema de muchas de sus películas. Al filo del tiempo y Alicia en las ciudades son dos ejemplos perfectos. Nada menos alemán que un personaje armado de una cámara polaroid, obsesionado por atrapar el secreto de un país, los Estados Unidos, a la vez fascinante y elusivo. Nada menos alemán que El amigo americano, donde la amistad y la enfermedad resultan los polos de la acción.

Wenders sabe, como Walter Benjamin, que para viajar o para recorrer una ciudad es necesario perderse, y se ha extraviado sin miedo en varios universos. Uno de ellos, el que más me gusta, es el de Yasugiro Ozu, el gran poeta del cine japonés, cronista de la vida de Tokio, y acaso uno de los directores que han llegado a concebir algo así como el cine-zen. Tokio-Ga es el testimonio de una pasión alemana por un universo tan extraño como inviolable. Con una economía de medios extrema, reducida a lo estrictamente necesario, las películas de Ozu cuentan siempre las mismas historias sencillas que, durante cerca de cuarenta años, narraron la transformación de la vida en el Japón.

La fotografía, la pintura, el cine, la mirada en general, conforman el territorio íntimo y radical de Wenders. Sus fotografías hablan de quien no ve las cosas sino hasta el momento en que el encuadre las hace visibles. Las cosas ųha dicho Wendersų no se conocen en el tiempo; soy yo quien las conoce porque llego y porque me voy. A diferencia de Fassbinder, que nunca abandonó la vida y los temas alemanes, Wenders encarna un momento del futuro, el instante en que Alemania abandona por fin su provincia para salir al mundo.

Lo que más me gusta de El cielo sobre Berlín/Las alas del deseo es la inversión de la metáfora rilkeana. Todo ángel es terrible, escribió Rilke en Las elegías de Duino. En Wenders, los ángeles son mortales y Berlín es el del muro. Hacia el final entendemos que la ciudad se ha convertido en un ghetto, como si un inescrutable designio divino enseñara a los berlineses lo que fue el ghetto de Varsovia.Los ángeles mortales de Wenders han bebido el fecundo veneno de la memoria.