La Jornada Semanal, 26 de enero de 1997
Wim Wenders es un exhaustivo navegante de la iconosfera
contemporánea. Un alquimista que suele separar cada fragmento,
cada volumen del espacio circundante, en un cuadro
portentosoconformado por gruesas capas de signos y artificios; por
símbolos, señales de un mundo irreconocible por eterno,
inabarcable por finito. Wim Wenders es un cineasta al que le importa
poco la naturaleza humana. Para él, lo esencial se encuentra en
el estado inmóvil, inerte, de las cosas. Sus films son como la
hagiografía de una civilización precipitándose al
fin de las especies, al caos y al desastre que acabará con el
planeta a partir de una implosión mental y espiritual, que ha
de aterrizar en el avasallamiento físico y la expansión
de un cuerpo desmembrado.
En Until the end of the world (1990-91), Wenders planteó la incomodidad de dos mundos paralelos, entrecruzados en la lobreguez y el vacío, cuya tragedia radica, paradójicamente, en el mismo punto. En el primero ųque es el mundo que excluye a los ciegosų, la acritud y la desesperanza están fincadas en la saturación simbólica de una imagen sempiterna; en la vacuidad y nulidad del reino que la modernidad ha implantado en nuestros ojos, a manera de un inmenso mural publicitario donde los signos se han reducido a la mínima expresión de sus significantes, haciendo de ellos un punto de partida elemental, exiguo y fatuo. En el segundo, quizá mucho más afortunado que el otro, la ausencia de imagen para quienes tienen vedada la posibilidad de enfrentarse a la forma y al color, al volumen y la dimensión que al fin y al cabo es la representación más cercana de la realidad, la imagen adopta el poder del trastocamiento, de la descomposición, aterrizando en la construcción sagrada de un mundo incierto pero congruente, celestial en su onirismo. Los ciegos, acaso, son los más felices, porque ellos no tienen el deber de coincidir con los demás en sus apreciaciones sobre la naturaleza, los hombres o las cosas: sus universos son limpios, virginales, porque tienen la licencia de construir y deconstruir caras y objetos a su antojo. Pero la visión es privativa, antípoda e irreductible: todos vemos de distinta manera, la imagen pura no existe, es imposible, porque tal como Einstein planteaba que el espacio es un mito y que para captarlo es imprescindible un objeto que lo delimite, para que un icono perviva es fundamental que al contemplarlo reconozcamos en él todo el catálogo semiótico de la percepción y los instintos.
Until the end of the world era, básicamente, una fábula sobre dicha cuestión. A través de aquella historia donde una pareja recorre el mundo captando imágenes con un aparato que devolvería a los ciegos su virtud perdida, Wim Wenders planteó, mediante sus personajes aherrojados a perpetuidad en la dialéctica de sus cosmovisiones, la complejidad engendrada por la soberbia de ir recolectando las huellas de un mundo enfermo de autofagia, de un planeta que no se quiere, que se niega constantemente, porque al otorgarle a las imágenes la omnipotencia de ideas y sensaciones, corremos el riesgo de extraviar a la palabra, verbal y escrita, aunque ella sea, finalmente, el útero de todas nuestras posibilidades.
Filmada en 1994, Historia de Lisboa, tres años después de Until the end of the world y a diecisiete de El amigo americano (1976-77), coincide con éstas en la necedad por registrar la vida como un diario íntimo o un testamento, en la incansable exploración de los estados de ánimo presentes que serán superados en el futuro; porque Historia de Lisboa, un tour de force por los recovecos y las aristas de la imagen, es una apoteosis de la soledad poética que encarcela al hombre en su silencio y en sus ruidos, en la complejidad voraz de enfrentarse a un modelo humano sin límites, inaprehensible.
Si el Tom Ripley (Dennis Hoper) de El amigo americano atesoraba su cotidianidad en un audiocaset tan sólo para medir cada movimiento, cada emoción experimentada en el entorno; si en Until the end of the world Sam Neil anotaba sus experiencias en una Remington vetusta, porque al estallar la bomba atómica aquella máquina aún seguiría marchando, no importa la radiación o el horror o la devastación ųlo fundamental de esa labor consistía en que frente a la muerte sólo leer será la cura, como en Doctor Zhivago, la novela de Boris Pasternak, donde lo único que sobrevivió a la fatalidad fueron los libros; si en Las alas del deseo y Tan lejos y tan cerca, los ángeles de Wenders cayeron en el mundo como un par de Ícaros sólo para transcribirse en otros hombres y otros nombres, en Historia de Lisboa, Friederich Monroe (Patrick Bachau) reclutará a un batallón de niños para que instalen, estratégicamente, una multitud de videocámaras en los sitios más insospechados de Lisboa, a manera de ojos anónimos, silentes, que recogerán las vicisitudes día tras día.
Historia de Lisboa es, también, el relato de Philip Winter (Rüdiger Volger), un sonidista que acude al llamado de Friederich, para colaborar en su proyecto sobre la película definitiva de la realidad portuguesa. Winter, un enjuto alemán que se lleva a cuestas con mucho esfuerzo, arriba a Lisboa luego de una travesía torturante, agravada por un yeso en la pierna derecha y que, con el paso del tiempo y la ausencia de Friederich, será el percutor de la angustia del exilio, de la ansiedad de toda espera, porque su amigo perdido es como un Godot cuya materialidad sólo la definen sus pertenencias.
Instalado en la buhardilla de Friederich, los únicos eslabones de Philip Winter con el mundo y su colega son los niños comandados por Ze (Joel Ferreira), quienes armados con sus Sony Video8 lo atosigan como nipones en Disneylandia, con esa manía por grabar y grabar todos sus actos y acontecimientos; los libros que Friederich dejó en el buró, las poéticas de Fernando Pessoa y los rollos de celuloide que Winter revisará en la moviola, para ir reconstruyendo la personalidad, los complejos y las crisis de su amigo, quien, como el amo de El castillo de Franz Kafka, es una presencia gris, desdibujada; una criatura distinta, extraña, como el coronel Kurtz de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad.
Winter, en la espera, decide poner sonido a esa película que tanto le recuerda a Dziga Vertov, con su peculiar exploración retiniana y visceral, fría y distante pero real, que el cine-ojo promulgaba en su objetividad. Armado con micrófonos y cintas, Winter se interna en las calles y las ruinas de Lisboa, como un Saramago cuya sensibilidad se va agudizando con los ruidos, las palabras y el simulacro de silencio, para redactar con las orejas su particular visión del cerco de Lisboa.
Entonces, a manera de expiación, Winter irá reconociendo que, como Tournier decía en El rey de los alisos, todo lo que nos rodea es signo. Cada punto, cada superficie, es una página aglomerada de sentidos. Perdido en la sospecha, intrigado por la invisibilidad y quizá la muerte de su amigo, Winter indaga su paradero, deambulando por los barrios bajos de Lisboa, donde no sólo es timado por un mafioso que promete hallar a Friederich, sino que se sumerge en el pretérito de un hombre identificado en la moviola: un anciano (protagonizado por el cineasta de 93 años, Manoel de Oliveira), que evocará sus experiencias como un roble circulando a contracorriente en sus raíces.
Confundido, hastiado, Winter al fin encuentra a Friederich por casualidad, como un ser irreconocible en su distancia, degradado en su escepticismo.
Así, Winter reconoce el padecimiento de su amigo: cansado de la futilidad que el mundo le ha dado a las imágenes, horrorizado por el diletantismo simbólico que ya es parte del consumismo y la mercadotecnia y frustrado por la impotencia de no ser el autor de la imagen pura, Friederich utiliza aquellas cámaras como un legado de la hipotética prehistoria después del fin del mundo. Friederich graba todo. Registra todo. Conserva todo. Friederich es una especie de mesías que con sus casets relatará a las generaciones futuras la verdad de su pasado.
De este modo, Friederich ha decidido abandonar su proyecto de filmar la rutina de Lisboa. Convencido de que la verdad humana está en aquellas palabras de Pessoa, cuando escribió que el centro era él, porque lo extremo, la nada, también lo era él. Winter le responde que la imagen pura no es lo que siempre ha pensado: un texto, un palimpsesto que sólo podrá ser descifrado por quien no tenga la más mínima idea de nuestra realidad, sino que, precisamente, la imagen pura existe en nuestra lectura, es ella la forma peculiar, íntima o fortuita, en que la condensamos en la materia mental y espiritual porque, una vez más, en cada cabeza la imagen siempre es distinta.
Amplitud del fragmento al absoluto, jeroglífica visión de la Tierra, de las cosas, Historia de Lisboa es un film maravilloso que desentraña los poderes de acercamiento y distancia con la forma y la entelequia. Es, como los cuentos de Casi un objeto, de José Saramago, un viaje a través del pulso infinitesimal que nos articula y nos conforma.
En Rhetórique de l'image, Roland Barthes se refería a la imagen como la resurrección de los objetos. Con Historia de Lisboa, Wim Wenders prolonga aquella redención, pero a través de una libación visual que termina desbordándose en los ojos.