La Jornada lunes 27 de enero de 1997

Héctor Aguilar Camín
Las dudas del PRI

Con la postulación de Carlos Castillo Peraza como precandidato al gobierno de la Ciudad de México, el Partido de Acción Nacional terminó de abrir sus cartas para la elección que quizá termine en la mayor transferencia de poder real de 1997. Se adelantaron así los panistas al PRI y al PRD, que siguen deshojando la margarita. Son margaritas diferentes. La del PRD, parece tener sólo dos hojas: Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo. La del PRI tiene las hojas semiocultas a la espera, como siempre, de la decisión de arriba. No obstante, a diferencia de lo que ha sucedido siempre, en los candidatos priístas que se mencionan parece haber más dudas que ganas.

El candidato que el rumor profesional priísta encontraría más sólido para el Distrito Federal, Fernando Ortiz Arana, optó hace tiempo por buscar mejor la gubernatura de Querétaro, su estado natal. El embajador en Washington, Jesús Silva Herzog, que sería un fuerte competidor por sus virtudes mediáticas, se ha descartado para el pleito. El viejo líder Fidel Velázquez descartó, a su vez, públicamente, a uno de sus políticos consentidos, Alfredo del Mazo, haciéndose eco quizá de que Del Mazo no acaricia esa candidatura como el sueño político de su vida. El secretario técnico del PRI, Esteban Moctezuma, único hombre cercano al presidente Zedillo de la lista, espera la decisión sin mostrar grandes deseos. El secretario de gobierno del DDF, Jesús Salazar Toledano, único hombre de la lista que tiene conocimiento y manejo político previo del terreno, espera también sin moverse. El solitario personaje del PRI que ha manifestado sus ganas y parece no sólo dispuesto, sino encantado, de correr los riesgos de una elección abierta es el procurador capitalino, José Antonio González. Su actitud es la única venida del PRI que se guía por las reglas de los nuevos tiempos.

La evidencia de que las capitalinas serán elecciones competidas a las que el PRI entra en desventaja, parece haber disminuido en los aspirantes priístas la desnuda ambición de poder, que, según sus críticos, es su marca de fábrica. Es como si los hábitos no competitivos del PRI inhibieran en sus cuadros los más elementales cálculos políticos que pueden hacerse en cualquier elección democrática, y en esta elección en particular. El primer error de cálculo es el temor paralizante a la derrota pública. En una cultura de elecciones competidas y democráticas, como las que empiezan a ser moneda corriente en México, las derrotas no son el final, sino el principio, y en todos los casos parte fundamental, de la carrera y de la formación de un político.

La razón es sencilla: en un sistema democrático los competidores que pierden siguen en el juego, nadie los elimina de la escena pública ni de su partido. Nadie borra sus clientelas construidas ni sus votos ganados, aunque no hayan sido suficientes para derrotar a sus adversarios. Nadie borra, por tanto, el capital político implícito en la relación con sus votantes. Los candidatos perdedores pueden por eso mantenerse en el horizonte y volver a intentar las cosas varias veces, tal como lo muestran los casos de Richard Nixon en Estados Unidos, Salvador Allende en Chile o Francois Mitterrand en Francia, todos los cuales sufrieron sonadas derrotas electorales en sus carreras. Lo muestra también, entre nosotros, Cuauhtémoc Cárdenas, cuyas derrotas electorales no lo han desaparecido, antes al contrario, en la arena política.

El segundo cálculo erróneo que es peso muerto del pasado en los priístas, y en muchos observadores, es la idea de que la elección de la ciudad de México será la rifa del tigre y que hay que reservarse para ``la grande'', la elección presidencial del año 2000. Lo cierto es que para cualquier político que se sienta con tamaños para ganar la elección presidencial del año 2000, el peldaño más sólido hacia ese objetivo es convertirse en el gobernante electo de la ciudad de México en 1997. Algo semejante puede decirse del político que no se sienta con la fuerza necesaria para ganar el 2000: las elecciones capitalinas de 1997 son el mejor lugar a donde buscar los tamaños que le faltan.

El espantajo de que la Ciudad de México es ingobernable y de que el triunfador cavará su propia tumba con su triunfo, es un argumento que no debería inquietar a nadie que sepa distinguir entre lo que sucede en las páginas de los periódicos y lo que sucede en la realidad. La ciudad de México sólo es un caos ingobernable en las páginas de los periódicos. En los hechos es una ciudad que funciona razonablemente, es la ciudad central de México y un horizonte de poder -recursos, clientelas, instrumentos, decisiones- sólo inferior al de la Presidencia de la República. Otra cosa es que el regente haya sido nombrado hasta hoy por el propio Presidente y no pueda ejercer esos poderes sin riesgo de ser corrido. Quien gane la elección del DF tendrá acceso a esos poderes con relativa independencia de la voluntad presidencial. Se los habrán otorgado los votantes, no el Presidente. Por primera vez en décadas esos poderes podrán ser ejercidos con amplitud y mostrarán su tamaño verdadero. Aun si el regente electo resulta ser del PRI, la elección de la ciudad de México en el 97 significará una transferencia real de poder. No deja de ser paradójico ver a los priístas, con su reputación de profesionales en la búsqueda y la conservación del poder, dudando, temiendo y rehusando, por sus viejos reflejos, las oportunidades que ofrecen los nuevos tiempos.