``Esos que asaltan no son taxistas''
Cristina Pacheco Ť En Balderas, a la hora pico de un día entre semana, le hice la parada a un taxi. Abrí la portezuela. A pesar de mi urgencia quedé inmóvil por el asombro de ver al conductor enjaulado. Sus facciones se me esfumaron a causa de la trama metálica. Roja, acentuaba la pesadez de un sol invernal y el agobio del taxista que de un manotazo apagó la estación de las noticias.
Al fin ocupé mi sitio. El chofer arrancó despacio, mirándome siempre por el espejo retrovisor. Ahora comprendo que mi indecisión provocó su desconfianza, pero en aquel momento su insistencia me atemorizó y me recordó ciertas noticias de nota roja. Desvié la mirada. Respiré con alivio cuando vi el tarjetón colgado del botoncito de la guantera.
Me esforcé por interesarme en las escenas callejeras. No lo conseguí. Tampoco logré sentirme cómoda. Me avergonzaba disponer de un espacio que, por mínimo que fuera, resultaba muchocho más amplio que el del taxista. La menor de sus maniobras hacía chocar sus codos contra la portezuela o la reja; en los enfrenones el volante tocaba su pecho. Me pregunté --y aún me pregunto-- cómo se sentía ese hombre tras doce horas de confinamiento en tan miserable espacio. Pensé también en su fatiga los fines de quincena o los días de marchas y plantones, cuando el tránsito se inmoviliza y los trayectos se alargan hasta la desesperación.
Pasajeros con pistola
Una camioneta repartidora frenó sin aviso y mi taxista se vio obligado a maniobrar con violencia para eludir el choque. El rosario y el zapatito que pendían del techo se agitaron, pero no tanto como el ánimo del conductor. Sacó la cabeza y desde la ventanilla le gritó al irresponsable: ``Güey, manejas como señora''. Por la forma en que levantó los hombros comprendí que acababa de percatarse de su involuntaria descortesía y se apresuró a disculparse: ``Bueno, también hay señoras que manejan como profesionales''. Me reí. El hombre se volvió y sólo entonces pude ver la cicatriz que deformaba su ceja derecha.
Bendije el incidente que me allanaba el camino hacia la conversación. Comencé por preguntarle al chofer si no había pensado en un sistema de seguridad menos inhumano que la reja. Suspiró: ``No. Esta jaula es incomodísima y hace más cansado mi trabajo, pero al menos me quita tensiones. ¿Sabe?, la gente anda muy revuelta. Ahora sí que caras vemos, corazones no sabemos. Uno jamás sabe quién se sube al taxi, si de pronto van a sacarle una pistola o una punta para robarle el coche''.
En ese momento comprendí el sentido de las miradas por el retrovisor. Iba a comentarlo pero el chofer me arrebató la palabra. Aprovechó un buen tramo de Reforma para contarme cómo un pasajero ``bien vestido, con portafolio y todo me sacó la pistola y me ordenó que me bajara del taxi. Me resistí y me golpeó''. Para demostrarme que decía la verdad giró hacia mí con la mano puesta sobre la cicatriz. ``A cambio del taxi me dejó este recuerdito. No me quejo. Pudo haberme matado.
Poco dinero y muchos sustos
Con extraordinaria precisión, el chofer me refirió lo sucedido desde el momento en que lo llevaron al hospital --``siete puntadas, ¿se imagina?''-- hasta el día en que volvió a su casa y enfrentó una penuria prolongada durante meses. Aun cuando fueron tiempos muy difíciles, los problemas económicos no habían sido las peores consecuencias del atraco: ``Es posible que, aun con muchos sacrificios, vuelva a tener mi propio taxi --este se lo trabajo a mi cuñado--; pero la confianza, la tranquilidad, ¿cuándo vamos a recuperarlas? Cada mañana que salgo a trabajar mi esposa me encomienda a Dios y me suplica que a cada rato la llame por teléfono para saber que estoy bien. Siento más feo cuando oigo a mis chamaquillos''.
El chofer se esforzó por contener la emoción despertada por el recuerdo de sus hijos. ``Si oyera lo que me dicen... El mayor no quiere que siga en esta chamba porque ya sabe que es muy peligrosa. Mi chavo va en primero de secundaria. El domingo me dijo que, si se lo permito, se sale de la escuela para ponerse a vender conmigo en la calle o en algún mercado''.
Me atreví a opinar: ``No permita que deje los estudios. Sería una lástima''. El hombre me lanzó una mirada larga a través del espejo: ``¿Cómo cree? No, ¡jamás! Ya le dije que tiene que seguir estudiando. No le deseo que, por falta de preparación, termine como yo: trabajando doce horas diarias para ganar poco dinero, muchos sustos y aparte el desprecio de la gente''. Subrayé lo más obvio: el valor del trabajo que realizan los miembros de su gremio. Escéptico, el chofer me interrumpió: ``No todo el mundo piensa igual. Muchos creen que somos aprovechados y ahora hasta nos consideran ladrones. A mí francamente me cayó muy gordo que en Estados Unidos anduvieran diciéndoles a los turistas que se cuiden de nosotros y sólo tomen coches de sitio''.
Son ladrones, no taxistas
Temerosa de ofenderlo, le sugerí que esa campaña se debía a las frecuentes noticias de robos, desvalijamientos y atracos relacionados con taxistas. ``Se equivoca. Los que hacen eso no somos nosotros sino los ladrones que nos quitan los coches y después los usan para cometer sus fechorías. ¡Son piratas! Pienso que ahorita hay unos mil. Circulan sin papeles y con placas falsas o sobrepuestas. Son bien abusados: andan en la noche, en la zona conurbada, porque saben que allí es más difícil que los detecten; y si los ven, siempre tendrán manera de arreglarse. Aquí la cuestión es que los gringos nos dieron en la madre con su campañita. Los ingleses y los canadienses están haciendo lo mismo. Imagínese, si antes la chamba estaba floja, ahora peor. Ya poca gente nos hace la parada en la calle; por eso me extrañó que me pidiera el servicio y hasta pensé: ``¿qué le pasa a la damita?''.
Para corresponder a su confianza y demostrarle que todos estamos expuestos a la misma inseguridad, le conté que mi colonia, la Condesa, con todo y ser muy agradable se ha vuelto de lo más insegura. ``Imagínese que en una sola noche hubo cuatro asaltos en mi cuadra. A mí no me fue tan mal: nada más me robaron la parrilla del carro''.
Entre jaulas y sombras
Llegamos a mi casa. Mientras el conductor me entregaba el cambio a través de una especie de buzón abierto en la malla metálica, se dio tiempo para mirar en todas direcciones. Fue suficiente para que normara su criterio: ``¿Sabe lo que pasa? Aquí hay poca luz y para colmo la atajan las ramas de esos árboles''. Orgullosa, le conté que los había sembrado cuando mi familia y yo llegamos a la colonia, que eran parte de mi vida y el mayor de mis lujos. ``Pues sí, pero se me hace que va a tener que podarlos''. Protesté, maldije a los desconocidos asaltantes y juré que defendería mis árboles.
El chofer pegó la cara a la reja. Aun cuando sonreía su voz me sonó desolada, triste: ``Mire, yo nunca imaginé que iba a pasarme enjaulado diez o doce horas diarias. Lo que más me disgusta es pensar que mientras yo estoy en estas condiciones, los bandidos andan sueltos, felices y a lo mejor con tiempo para reposar, entre un asalto y otro, bajo las ramas de árboles tan bonitos como los suyos''.
Nos despedimos. El taxi desapareció y yo me quedé junto a la ventana mirando, temerosa, las sombras que parecían desprenderse de las ramas.