Hermann Bellinghausen
Brillos

Escuchar la gente doliente, en sus términos, sin adaptar ni inventar. Escuchar a la gente gozoza. A la gente frecuente, la más difícil. Soñarla como mariposa que soñaba que era una persona que se soñaba mariposa. Escucharnos soñarla de repente.

Oyeme bien para que no lo olvides, fíjalo: la calle es un bullicio intransitable de gente que, en el apretujamiento, no consigue echarse a correr. Tendidos en los tubos interiores de grandes cajas metálicas sobre ruedas, miles, dosmiles de pasajeros asoman a las pantallas veloces o lentas que pasan una larga, infinita cinta de las cuadras de la ciudad. Es la misma cinta más o menos siempre, pero cada proyección que transparentan las ventanas cambia según el siglo, el rumbo, la hora y esas cosas. Hasta que toca la bajada.

En las fauces iluminadas de un edificio, a donde la gente se dirige principalmente, acechan unos niños astrosos y descarados, grises, como si pasaran el santo día revolcándose en el suelo. Uno de ellos, de unos 10 años, pelos parados y rojizos y ojos como dardos, dice:

--Bríllame una pesadíllijo.

¿Conocías la expresión? Parece que no, pero te toma pocos segundos entender. Los niños parecen dueños de la escalera que desciende a los concurridos túneles de pasajeros, así que te buscas los pesos, eliges una moneda y se la entregas al niño que tienes más cerca.

--Otras --reclama el que hablaba. Te alejas. Clarito había dicho una pesadilla. Con una basta.

Tratas de recordar qué ciudad es ésta, la conoces pero no sabes de cuándo, si la viste en estampas, lienzos, reproducciones o en algún relato de viajantes.

Vas por un pasillo amarillo y curvo, muy iluminado, donde marchan dos corrientes humanas contrapuestas. Visten de muchas maneras, hablan a muchas voces, de distintas prisas.

Ese impudor disimulado, esa curiosidad reticente de todos te resulta familiar, como si alguna vez en tu vida hubieras experimentado exactamente esa sensación en este vertiginoso sitio que te lleva de rostro en rostro, todos pálidos, ha de ser la luz enfermiza que despiden los techos.

El piso se mueve. Un tamborileo sordo inunda el ambiente, alguien entra y alguien sale. Una mujer tuerta toca la armónica.

Agita un recipiente con monedas, las suficientes pesadillas para sumar una especie de sonaja metálica.

Una niña de cuatro años corre y grita. Tras ella dos chamaquitos de su vuelo la apañan, retozan, sus risas interrumpen la armónica. Regresan al otro extremo del pasillo que rueda por el túnel, trepan asientos ocupados, se cuelan entre las piernas de los pasajeros, aúllan como si estuvieran solos y todos ustedes estuvieran nada más pintados.

Te insistes: quién sabe dónde estás. Definitivamente, ninguno de esos individuos te resulta conocido. Ni los numerosos cansados, ni los gamines gandallas, ni el hombre de la nariz demasiado grande que lee al revés unos papeles apergaminados, de letras negras y con imágenes de personas en diversas poses estudiadas que no se parecen a las que ves a tu alrededor; le sobra nariz para sostenerse en la cara los anteojos.

Todo esto que no reconoces y te resulta nuevo, te parece viejo. Que tú conocieras apenas ayer las pirámides de Egipto no quita que lleven allí muchos siglos.

Un antebrazo desnudo y musculoso lleva tatuada una cruz que no es copta ni la de Caravaca, pero se parece a las dos. El antebrazo pertenece a un hombre que aprieta fuertemente contra sí a una mujer de faldas largas y negras y una arracada en la ceja izquierda. Los dos mascan unas bolas rosadas que parecen hule.

Las siguientes escaleras caminan solas, rechinan, se interrumpen dos veces. Sales a la calle y no sabes si los colores te son extraños. Un cielo morado, una pátina verdosa en las fachadas, gente de varios colores, rostros verdes y anaranjados, lilas, púrpuras, ocres, azules, salmones, nunca totalmente blancos, ni negros.

Las calles brillan, como mojadas, pero no llueve. No las cubre agua, sino una baba viscosa y al parecer habitual, pues a nadie molesta. Hay gente formada en distintas direcciones, como esperando. Unas filas miran al sur, otras se arremolinan en los postes, otras miran al revés, hacia el norte.

Un hombre que parece inflado y perezoso quiere repartir bolsas transparentes, en cuyo interior crujen objetos posiblemente comestibles, y piensas: ``Si le brillo mis monedas, quizá me dé una''. Pero prefieres no investigar qué contienen esas bolsas. Pero, sobre todo, prefieres no sacar las monedas de tu bolsillo, esa caja de Pandora, tan centavera.

Sólo una pregunta te ronda la mente: ¿lograrás recordar dónde estás? En la esquina, una alfombra de cristales pulverizados. Imposible no pisarla. Pero nadie va descalzo. Pero todos se cortan las plantas. Pero no importa.